En esta España colectivista, en donde casi todas las capas de la sociedad consideran un deber moral proteger los derechos de toda tribu identitaria y concederla privilegios para reparar los agravios imaginarios o reales de un pasado opresor, hay una minoría cuya existencia se soporta y se tolera porque no queda otra: los empresarios.

Como dijo la filósofa Ayn Rand hace más de medio siglo, no se les penaliza por sus faltas, sino por sus virtudes; no por su incompetencia, sino por su talento; no por sus fallos, sino por sus logros, y cuanto mayor es su éxito, mayor es su culpa. El precio a pagar por su supervivencia no es servir al consumidor soberano, sino a los fines políticos y sociales perseguidos por el Gobierno.

Esta es la visión clásica del empresario abrazada por las diversas modalidades del estatismo y del colectivismo a lo largo de la historia y, por supuesto, es la del Gobierno rector de los destinos patrios. Emplea hacia los hombres de empresa la misma retórica del socialismo y del fascismo en los años treinta del siglo pasado, y la del falangismo en las primeras dos décadas de la Dictadura.

Y, también, al igual que en ella, los socios de la coalición se reparten los papeles: uno hace de policía bueno y el otro, de malo. Si no te avienes a mis exigencias, no podré resistir a la presión de mi socio y será peor.

Los hombres de empresa usan su libertad para pensar, actuar y recoger los frutos de su talento

Este esquema de chantaje se ha convertido o, mejor, se está convirtiendo en la práctica habitual de este Gobierno, la tradicional del estatismo autoritario. En este sistema, siempre existen dos alas en aparente tensión: la moderada y la radical, cuyas maneras y tácticas son diferentes, pero cuyo objetivo es común.

En el caso de España, se trata de aumentar el control estatal de la economía para incrementar su poder. Sin libertad de empresa no puede haber por definición un capitalismo competitivo, sino un régimen económico, en el cual, de facto, los empresarios se convierten en mayor o menor medida en lacayos del Gobierno.

La defensa clásica del empresario ha solido tener un carácter utilitarista. Se señala su papel imprescindible como creador de riqueza, de empleo, productor de bienes y servicios necesarios y deseados.

Y para justificar su siempre sospechosa actividad, se dice para legitimarla que cumple una "función social"; término vacío de contenido cuya interpretación arbitraria y extensiva se ha transformado en un poderoso instrumento para erosionar los derechos de propiedad, pervertir la esencia de la empresa privada y ponerla al servicio de parásitos extractores de rentas.

El Gobierno socialcomunista atiza la hoguera contra las empresas

Sin embargo, la figura del empresario tiene un significado y un alcance mucho más profundo e importante. Es la expresión de un principio básico: el derecho de los individuos a perseguir los fines que deseen, siempre y cuando no vulneren el de los demás a hacer lo mismo. Los hombres de empresa optan por usar su libertad para pensar, actuar y, en caso de tener éxito, recoger los frutos de su talento y de su esfuerzo.

Su profesión, como cualquier otra, es sólo la manifestación del inalienable derecho de todo ser humano a emplear su inteligencia y su trabajo como estime oportuno y, por tanto, a asumir los costes o los beneficios de sus acciones. El empresario, da igual la dimensión de su compañía, es racional, creativo, resuelto y, en numerosas ocasiones, visionario.

Estas son las virtudes precisas para asumir riesgos. No usa, a diferencia del Gobierno, la fuerza para conseguir sus objetivos. Crea, no destruye.

Desde su llegada al poder y con creciente intensidad, el Gobierno socialcomunista atiza la hoguera contra las empresas apelando a mil pretextos, por ejemplo, sus "excesivos" beneficios. Este mensaje incrementa su audiencia cuando una economía está en crisis o no comienza a repuntar con fuerza tras ella.

Los principales perjudicados son aquellos a quienes dicen defender

En este contexto, la tesis según la cual los empresarios se enriquecen mientras la clase trabajadora se empobrece resulta muy atractiva. Sin embargo, se olvida algo básico. En una economía de libre mercado, la riqueza no cae del cielo, salvo para quienes están protegidos de la competencia por el Gobierno.

Los beneficios empresariales son el resultado de un voto democrático. Son los individuos, cuando compran un bien o un servicio de una compañía en vez de otra, los que determinan quién gana dinero y quién lo pierde, quién cosecha ganancias y quién perdidas.

Cuando el Gobierno ataca a los empresarios triunfadores, está rechazando los resultados de una decisión democrática tomada de manera voluntaria por los individuos. Esto es elemental y negarlo es algo similar a cuestionar la legitimidad de gobernar a quien ha sido el vencedor de unas elecciones libres y competitivas.

La coalición socialcomunista invoca también otra consigna para atacar a los hombres de empresa: la protección del interés público, de los trabajadores, de los consumidores y de un sinfín más de nobles causas ante la rapacidad de empresarios sin escrúpulos. Esto es una falacia y un pretexto. Su finalidad real, como la de todas las especies de colectivismo, es maximizar su influencia y su poder.

Es inaudito el complejo de inferioridad mostrado por los hombres de empresa, con salvadas excepciones

Esta es la raíz última de su rampante intervención en la economía española, cuyos principales perjudicados son aquellos a quienes dicen defender. Los políticos y los burócratas de cabecera de la izquierda gobernante quieren arrebatar a los consumidores el poder que les proporciona actuar en un mercado libre con empresas libres.

En España y, por desgracia, en la mayoría de los países desarrollados, los empresarios parecen haberse resignado a ser las víctimas propiciatorias de los gobiernos. Se defienden de las acometidas de la izquierda levantando entre otras banderas la de su "función social" en vez de esgrimir con orgullo su derecho, como el de cualquier otro ciudadano, a ejercer su libertad cuyo resultado es además indiscutible: la creación de una sociedad que sin ellos viviría en las cavernas o, sin ir tan lejos, tendría unos niveles de vida similares a los disfrutados en los "paraísos" colectivistas existentes en el mundo.

No tienen porqué justificarse ni pedir perdón por existir. Sin ellos nada sería posible

Es inaudito el complejo de inferioridad mostrado por los hombres de empresa, con salvadas excepciones, ante quienes sólo extraen rentas y parasitan. Es comprensible la acomodación a la voracidad del Gobierno socialcomunista del pequeño grupo de compañías cuyos resultados dependen del BOE, pero no lo es el de la mayoría, que operan en mercados competitivos y no dependen de aquel.

No tienen porqué justificarse ni pedir perdón por existir. Sin ellos nada sería posible. La vida de todos tendría un carácter hobbesiano: sería más pobre, más brutal y más corta.

Lo dicho no es, todavía, una llamada a la rebelión de los empresarios contra un Gobierno depredador cuya meta es convertirles en sus siervos. Pero es fundamental recordar que ese, y no otro, es el objetivo de la coalición gubernamental.

En el siglo XXI, los gobiernos no necesitan nacionalizar empresas para arrebatar su control a sus propietarios o ponerles a sus órdenes. Basta asfixiarlas en un mar de intervenciones, exprimirles con impuestos y, por qué no, tomar participación en su capital para someterlas a sus designios.

Una mezcla de estos medios está en marcha en España y se agudizará a lo largo de la presente egislatura. España lleva camino de convertirse en la economía más colectivizada de un continente, el europeo, con ya altos grados de control estatal de la economía. Esto significa que la libertad de empresa será cada vez menor.