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La tribuna

Toyota no tendría que existir

18 enero, 2024 03:13

El año que acaba de terminar, 2023, fue un buen ejercicio para la venta de turismos en España, que experimentó un incremento del 17% con respecto a las cifras del anterior. Por lo demás, como ya empieza a resultar casi una costumbre rutinaria, la marca que ocupó el primer puesto en el ranking nacional fue otra vez la japonesa Toyota. Y también la segunda más vendida remite a otra habitual de los primeros puestos en cuanto preferencias de los consumidores. Hablamos de la coreana Kia, propiedad del chaebol Hyundai. Un éxito exportador, el de Toyota y Hyundai, que no solo se circunscribe al ámbito español sino que, como es sabido, se extiende a los principales mercados automovilísticos del planeta.

Al punto de que, tanto Toyota como Hyundai, constituyen hoy casos de estudio en todas las escuelas de negocios del mundo por su brillante desempeño global en un sector caracterizado por la feroz competencia entre los muchos actores empresariales que lo integran. Sin embargo, si la economía de los países funcionase como nosotros -los occidentales- creemos que debe funcionar, Toyota no tendría que existir. Y Hyundai tampoco. Pero resulta que sí existen. Algo, su muy comprobada materialidad en el plano del universo tangible, que solo se puede explicar porque la economía internacional e interconectada no funciona en grandes regiones del planeta como nosotros decidimos que funcionara.

De hecho, la asombrosa historia de Hyundai, una empresa insignificante de un país todavía más insignificante que, en el plazo de apenas cuarenta años, logra pasar de la nada más absoluta a los puestos de liderazgo en una de las industrias más mimadas y simbólicas de los grandes países desarrollados, es también la historia de lo muy equivocados que estábamos -y que seguimos estando- tanto los europeos como los norteamericanos. Y es que los coreanos triunfaron en el sector de la automoción porque optaron por proceder justo del modo contrario a cuanto nosotros les habíamos dicho que tenían que hacer.

Así, cuando, allá por 1973, salió de la cadena de montaje el primer automóvil made in Korea, el modelo bautizado Pony (una caja con cuatro ruedas y un cenicero, según la prensa especializada de la época), las modestas cinco unidades de aquel trasto que Hyundai logró exportar a Ecuador no hicieron pensar a nadie en un futuro muy brillante para la nueva línea de negocio.

Pero entonces decidió tomar cartas en el asunto el Gobierno de Seúl. De entrada, prohibiendo la importación de coches extranjeros hasta 1998. Algo que facilitó la simplificación al máximo del proceso de toma de decisiones de los consumidores locales: un Hyundai, un Kia o ir andando. Al tiempo, el Estado ordenó a los bancos prioridad absoluta para la concesión de créditos blandos a la industria automotriz nacional por delante de los demás demandantes de liquidez ( el sector financiero coreano era por entonces íntegramente de titularidad pública).

Y es que los coreanos triunfaron en el sector de la automoción porque optaron por proceder justo del modo contrario a cuanto nosotros les habíamos dicho que tenían que hacer

Y por último, optó por intervenir de modo directo en las estrategias empresariales de las compañías. Un dirigismo gubernamental que llegó incluso al extremo de amenazarlas con la retirada de la licencia de producción si no procedían a crear modelos con “alto contenido local” (se perseguía fomentar una industria auxiliar autóctona).

Tras el éxito histórico de Hyundai, pues, se puede encontrar cualquier cosa salvo el menor rastro de algo que suene, siquiera de modo lejano, a libre mercado. A la vez que los coreanos predicaban por la vía de los hechos con su contraejemplo, un periodista norteamericano, Thomas Friedman, arrasaba en las listas de best sellers con un libro titulado El Lexus y el olivo.

Publicada en el instante de mayor fe ubicua en las bondades incuestionables de la globalización, la obra de Friedman venía a representar una especie de vademécum sobre las férreas condiciones insoslayables que todos los países del mundo se verían obligados a cumplir si aspiraban a alcanzar la prosperidad y el éxito económico en el nuevo escenario. Una receta de plato único, la suya, que, grosso modo, venía a coincidir con los mandatos del célebre Consenso de Washington y a la que designó en aquel texto con un término que luego haría fortuna: el corsé dorado.

En cuanto a los ingredientes, son ya de sobra conocidos a estas alturas: privatización de empresas públicas, reducción del tamaño del Estado, máxima desregulación de la economía, apertura a los capitales exteriores, tipos de cambio no intervenidos, equilibrio fiscal, prioridad del control de la inflación sobre la lucha contra el desempleo, liberalizar el comercio exterior… O sea, la biblia macroeconómica neoliberal que, pese la Gran Recesión de 2007, todavía inspira el pensamiento canónico del establishment en Occidente a estas horas.

Por otra parte, el propio Friedman ha explicado más de una vez que el título del libro se le ocurrió tras una visita a la factoría donde se ensambla ese modelo, el Lexus.

El propio Friedman ha explicado más de una vez que el título del libro se le ocurrió tras una visita a la factoría donde se ensambla ese modelo

Así, por un simple azar, fue como el nombre de un automóvil de Toyota quedó asociado en el imaginario de lectores de todo el mundo a la quintaesencia de un nuevo y revolucionario orden económico, el definido por el abandono del antiguo Estado-nación y sus regulaciones como marco de referencia para la actividad económica de vanguardia. La verdad, sin embargo, es que el Lexus existe hoy solo gracias a que el Gobierno de Japón hizo lo mismo que el coreano, esto es, desoír también todos los consejos de los economistas europeos y norteamericanos que les recomendaban de modo insistente adoptar políticas de libre comercio.

Si lo hubiesen hecho, Japón sería hoy un país no muy distinto a Chile o Argentina, un exportador de insumos básicos dotado de un pequeño sector industrial volcado en atender a su mercado interno con manufacturas de escaso valor añadido y limitado aporte tecnológico. Y, por supuesto, Toyota, incapaz de competir en la década de los sesenta con los gigantes de Detroit, habría quebrado mucho antes del cambio de siglo, tal como Ha Joon Chang, el célebre economista de Cambridge especializado en desarrollo, ha vaticinado en sus ensayos.

Hasta es posible que el propio Friedman lo ignore, pero lo que en verdad simboliza Toyota, al igual que Hyundai, es el triunfo indiscutible de justo lo contrario de cuanto él defiende. Porque el mundo, a diferencia de lo que los occidentales nos empeñamos en querer creer, no es plano. Y cada vez lo será menos.

*** José García Domínguez es economista.

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