En esta primera semana del año, como es habitual, muchos analistas se esfuerzan en anticipar qué nos espera en los próximos doce meses desde el punto de vista económico. Si la inflación seguirá la senda suavemente descendente, o cuando se vayan eliminando las medidas anti inflacionistas volverá a crecer.

Si en el 2024 habrá un crecimiento más moderado que en el 2023 o nos llevaremos una sorpresa positiva. Si la Unión Europea nos dará permiso para seguir manteniendo una deuda creciente que nos lastra o se van a poner serios. Si, por fin, los Fondos Europeos Next Generation, de los que apenas se han beneficiado el 13,64 % de las empresas, regarán el tejido productivo español.

Mientras tanto, me llama la atención un dato que ha hecho sonar las alarmas esta semana. El porcentaje de trabajadores en la industria va a menos, mientras que el porcentaje de trabajadores en el sector servicios aumenta. Esta medida nos aporta una primera aproximación de la composición de nuestro modelo productivo. Es necesario añadir otros indicadores, como la producción o la creación de capital. Pero dice bastante de nuestra economía.

Históricamente, España no ha sido un país destacado por su actividad industrial. Eso no quiere decir que no hayamos tenido industria, sino que, comparado con nuestro entorno, nuestra producción industrial, especialmente desde el siglo XIX, ha sido renqueante, dependiente del Estado, y, por tanto, poco competitiva. En la primera mitad del siglo XX, asistimos a dos momentos especialmente propicios. El primero, cuando se repatrían capitales de Cuba tras la pérdida de las colonias, justo en el cambio de siglo. Y, el segundo, tras la puesta en marcha del Plan del 59, pergeñado por los ingenieros franquistas y el FMI.

Pero el famoso Plan del 59 tenía sus puntos negros. Uno fue dejar de lado el sector agrícola, que tanto lo necesitaba, y que, aún hoy, sigue siendo el pariente pobre de nuestra economía. Otro fue una reforma industrial centrada en productos intermedios e intensiva en mano de obra. Eso implicaba que, a lo largo del desarrollo del plan, y casi diría de manera estructural, nuestro sistema industrial es generador de desempleo y dependiente del sector exterior.

Históricamente, España no ha sido un país destacado por su actividad industrial

Tampoco quiero quitarle mérito al esfuerzo de poner en orden el caos intervencionista franquista, del que algunos parecen no haber aprendido nada. Fue importante la relajación, que no eliminación, de las restricciones a la entrada de inversión extranjera con condiciones estrictas, y se importaron procesos de producción industrial modernos. Pero no aprendimos a ser una economía propicia para la inversión o para la creación de capital.

No hay que olvidar el otro pilar de la dependencia económica española, que es la energética. El complicado entramado actual en el sector eléctrico, por ejemplo, con tramos privatizados, en realidad en oligopolio, y tramos con intervención estatal, explica que el ciudadano medio tenga problemas hasta para leer la factura de la luz. La inicial apuesta por la energía nuclear ha sido arruinada por la siempre presente politización.

Resulta que es de derechas. Da igual si es la política energética más sensata, a la espera de que las renovables sean verdaderamente rentables a nivel nacional. Hay una agenda política y hay que cumplirla. Si eso implica subvencionar un modelo obsoleto, o energías que, en ese momento, eran demasiado caras para ser muy “verdes”, se hace y punto.

No quiero decir que no se haya avanzado nada, o que tengamos exactamente la misma industria que en la década de 1960 o el mismo tejido empresarial. Claro que no. Sin embargo, creo que esa cultura perpetuada en el tiempo ha generado un desajuste importante entre la demanda laboral de nuestro sistema productivo y el sistema educativo.

Para empezar, la empresa española es muy pequeña para ser fuente de inversión y riqueza, a la altura de los desafíos tecnológicos que tenemos encima. Es superviviente, ha sabido exportar cuando se ha contraído la demanda interna, pero es frágil. Ante cualquier temblor, cae. Y con ella, el empleo. Nuestro mercado de trabajo es rígido, poco adaptativo. Y eso, en una época de cambio económico acelerado, tanto por imprevistos externos, como la pandemia o la guerra, como por los avances tecnológicos que afectan a cómo van a ser los puestos de trabajo de mañana, no es bueno. Como tampoco lo es la pirámide demográfica española, que anticipa una población mayoritariamente dependiente de una menguante población trabajadora. 

La empresa española es muy pequeña para ser fuente de inversión y riqueza

Además, nuestro sistema educativo lleva el pie cambiado respecto a las posibilidades laborales de los licenciados. ¿Qué carreras se promocionan?

La década de los 60 fue la era de los ingenieros, luego vendría ADE y los jóvenes queriendo ser Mario Conde. Ayer, muchos querían ser funcionarios o trabajar para Deloitte. Hoy vivimos una eclosión de influencers, prescriptores de modos de vida, nómadas digitales y una precariedad laboral que, dados los desajustes del mercado inmobiliario, no permite a los jóvenes emanciparse. Nadie quiere ser empresario. 

Los jóvenes más centrados estudian las carreras del futuro, las STEM o las tecnológicas. Pero ¿para qué? ¿Hay espacio en el sector industrial para ellos? Lo normal es que terminen trabajando para una de esas pequeñas empresas que les permita solamente sobrevivir. La alternativa es irse. Como Juan García, ingeniero de 22 años de Jaén, en la NASA, y en la #TargugoConf conocí a otros jóvenes talentos absorbidos por las grandes empresas extranjeras donde aportan y crecen. 

¿Por qué tenemos este gap entre la universidad y la empresa? Formamos profesionales que se van a encontrar un mercado laboral centrado en servicios, y que tienen incentivos para caer en la “titulitis”, en lugar de aprender, y que, finalmente, buscan fuera lo que no encuentran en casa.

Nos falta una cultura, una mirada a la empresa diferente. Y, sobre todo, nos faltan incentivos institucionales. Porque las instituciones deberían servir para crear un marco adecuado y no para estrangular las expectativas de los jóvenes empresarios. Sin ese marco es muy difícil emprender y, sobre todo, enamorar a los jóvenes para que emprendan ellos. 

Mi esperanza, como siempre, enfoca hacia quienes se salen del sistema, o lo usan a su conveniencia para escapar de la rueda en la que estamos atrapados, y proponen alternativas a un modelo económico antiguo y esclerotizado.