El Instituto Nacional de Estadística ha publicado los datos sobre el PIB (Producto Interior Bruto) de nuestro país. El dato es positivo. La subida del 0,6% en el cuarto trimestre, respecto al trimestre anterior es una buena noticia y supera las expectativas. ¿Quiere decir eso que, parafraseando al presidente del Gobierno, “vamos como una moto”? Lamentablemente, no.

Ya me gustaría poder echar las campanas al vuelo. ¿Por qué, entonces, hay analistas que celebran el dato como si, efectivamente, fuéramos a ganar un premio? Porque perciben el PIB como un ranking de riqueza, y no lo es. Es decir, no se trata tanto de que el PIB crezca, que siempre es deseable. Lo relevante es cómo crece, la composición del crecimiento. Porque ese análisis nos muestra la radiografía, al menos parcial, de la economía e un país. 

El cálculo del PIB por el lado de la demanda es el sumatorio del consumo privado, la inversión (pública y privada), el gasto público y el saldo exterior (exportaciones netas). Por supuesto, cada categoría puede y debe desglosarse para tener una idea más afinada de cuáles son los motores del crecimiento, cuáles partidas pueden mejorar, y, además, hay que complementar con otros datos macroeconómicos para tener una imagen más completa. 

En nuestro caso, como muy bien explica el profesor Rafael Pampillón, a pesar de ese crecimiento del 0,6% respecto al tercer trimestre, tanto la productividad (-0,1%), como la inversión en bienes de equipo (-4,3%), como los activos de propiedad intelectual (-1,2%) disminuyeron. ¿En que se apoya el crecimiento económico en España? En el consumo privado derivado del aumento de la población (+0,2%) y el crecimiento del empleo (+0,7%), en el consumo público (+1%) y en el sector exterior (+1,7%). La conclusión del profesor Pampillón es clara: la productividad y la renta per capita se resienten. 

Simultáneamente, la Comisión Europea advierte que la deuda pública en España, y en otros ocho países más, es insostenible a medio plazo y espera para septiembre la “hoja de ruta” de ajustes fiscales que deberían comenzar a aplicarse en enero del 2025. No es una novedad. Muchos analistas llevamos señalando la insostenibilidad de la deuda mucho tiempo. Pero cuando no era la crisis del 2007, era la pandemia, la guerra, o cualquier otra circunstancia. Como si los demás países europeos, además de los nueve apuntados por la Comisión, no hubieran pasado por lo mismo. 

La Comisión Europea advierte que la deuda pública en España, y en otros ocho países más, es insostenible a medio plazo

¿Qué conclusiones podemos sacar? Somos un país con una economía cada vez más dependiente del Estado. El crecimiento del país se sujeta en el gasto del Estado, que es nutrido con los impuestos de los ciudadanos. El sector exterior se suele activar cuando la demanda interna es insuficiente. Y menos mal que tenemos empresarios competitivos que exportan.

No deja de ser llamativo, dado el desincentivo que tienen las empresas españolas a crecer. No es que los economistas tengamos obsesión por las empresas grandes, ni por enriquecer a los ricos, es que un mayor tamaño de las empresas implica una mayor inversión en I+D, mayor productividad y actividad económica, y un crecimiento más estable de la economía. La comparación con otros países de Europa en cuanto al tamaño, el valor de los activos y facturación media de las empresas españolas es muy significativo.

Por contra, el empleo público gana cada vez más posiciones. 

Y, lo que es peor. Está cristalizando en España la idea de que el sector público es el que genera riqueza. Por tanto, hay que primar la inversión pública, el empleo público, la empresa pública, el gasto público y dejar al sector privado en la mínima expresión: un 98% de pequeñas empresas y un ejército de autónomos maltratados. ¿Por qué? Por la demonización del lucro. Ni siquiera se paran a pensar, como los socialistas partidarios del librecambio del siglo XIX, como Michel Chevalier, que un sector privado fuerte genera un Estado rico. Claro está que Chevalier creía que ese Estado debía emplear el dinero de los contribuyentes en comunicaciones y en infraestructuras estratégicas que permitieran ampliar el mercado.

Ahora, el Gobierno gasta nuestro dinero en apuntalar su poder, a golpe de pacto, privilegiando a unas autonomías frente a otras, rompiendo el sacrosanto principio de la solidaridad interterritorial (¡cuántas veces me ha tirado a la cara ese término cuando he propuesto federalismo fiscal de verdad!), y manteniendo empresas públicas deficitarias. 

El empleo público gana cada vez más posiciones

Por supuesto, a pesar de que ha disminuido el desempleo (dejemos a un lado de momento el maquillaje), la realidad nos grita que estamos a la cola europea en empleo. Sigue subiendo la inflación, como ya se anunció, en cuanto han desaparecido las medidas de abaratamiento artificial de la factura eléctrica. Baja un poco la inflación subyacente, y eso es bueno. Pero me importa más, qué pasa con la energía. 

Apostamos por la nuclear en Europa pero la rechazamos en casa. ¿Por qué? ¿Por que en Europa no nos jugamos la investidura? 

Con todo y con eso, la dependencia económica del ciudadano respecto al Estado, ocupado por adictos al poder, epítome de las clases extractivas de Robinson y Acemoglu, es más preocupante aún porque el criterio e actuación del Gobierno no es propio. La agenda de Sánchez está en manos de Puigdemont y el independentismo catalán.

De manera que si el resto de los españoles nos vamos a tener que ajustar el cinturón para saciar al independentismo catalán, pues sea. Y no pasa nada. Celebramos las cifras del PIB y seguimos asegurando que somos el país que encabeza la recuperación en Europa. Y en septiembre, entregamos el plan de ajuste fiscal como quien entrega la carta a los Reyes Magos a los pajes reales. La población española siempre a la cabeza del “pan y circo”, bastante entretenimiento tiene con corrupciones, novios, lluvias de Semana Santa y fútbol. Demasiado grandes para caer. Demasiado adormecidos para darnos cuenta de que nos caemos.