La avalancha de inmigrantes ilegales se ha convertido en un grave problema para todos los países desarrollados y, en concreto, para los europeos. Esta situación ha generado una creciente hostilidad hacia todos los flujos migratorios sin discriminar entre los regulares e irregulares.

Además, ese sentimiento se agudiza ante la violencia perpetrada por algunos extranjeros residentes en las ciudades del Viejo Continente y ante las dificultades de integrar a muchos de ellos en las sociedades de acogida. Ello está produciendo un clima de creciente oposición a la inmigración.

Por añadidura, las acusadas diferencias entre las distintas fuerzas políticas acerca de cuál es la política adecuada para abordar esa cuestión hace imposible o muy difícil, lograr un consenso mínimo. Esto es grave porque la mayor parte de los países europeos, incluida España, necesitan importar mano de obra ante su declive demográfico. Por ello es necesario introducir una racionalidad básica en el debate, huyendo del buenismo pseudo humanitario de unos y de las proclamas en pro de la Inmigración 0 de otros.

La libertad de desplazarse no implica el derecho a ir a donde uno quiera. Los derechos de un individuo tienen por límite los de los demás. Si se viviese en un mundo sin Estados y sin fronteras, compuesto por personas o asociaciones con derechos de propiedad bien definidos, el acceso de terceros a su dominio privado exigiría su consentimiento y aquellos tendrían la legítima facultad de negar la entrada a quienes estimasen oportuno y por las razones que les placiese.

En un Estado, el Gobierno realiza una gestión temporal del país y durante su mandato ostenta la potestad de establecer las normas que regulen la entrada de extranjeros en él. Desde esta perspectiva, es perfectamente legítimo y racional tanto defender una posición laxa hacia la inmigración como una restrictiva.

La libertad de desplazarse no implica el derecho a ir a donde uno quiera. Los derechos de un individuo tienen por límite los de los demás

Dicho lo anterior, el combatir los flujos migratorios ilegales tiene valor intrínseco por una razón elemental: el incumplimiento de la ley y su tolerancia tienen consecuencias nefastas para la preservación del orden social. Permitir a unos individuos penetrar de manera ilegal en un territorio y mantenerse en él con la esperanza de ser regularizados es un incentivo para quebrantar las leyes.

Si además quienes lo hacen reciben prestaciones del Estado del Bienestar, que les permiten subsistir sin trabajar, el quebrantamiento del orden legal no sólo no se sanciona, sino se premia. Al mismo tiempo, se impone a los nativos el coste de financiar con sus impuestos los servicios consumidos por quienes han penetrado en el Estado de forma irregular.

En paralelo, la permisividad ante afluencia de inmigración irregular perjudica a los que han accedido a un Estado de forma regular. La opinión pública tiende a asimilar ambos asignando a la inmigración rasgos negativos, que se agudizan en las malas coyunturas económicas y en situaciones de polarización social y política. A ello hay que unir, la tentación por parte de algunos Gobierno de emplear las regularizaciones para obtener votos.

Frente a la laxitud y el no total a la inmigración hay un medio de abordar esta espinosa cuestión: la creación de un marco regulatorio basado en el mérito y en el mercado. Esta idea fue planteada ab initio por Gary S. Becker, Premio Nobel de Economía en 1991 y en sustancia consiste en vender derechos de inmigración. Esta idea escandalizará sin duda a la izquierda, pero aumentaría la eficiencia económica al atraer inmigración productiva, incrementaría los ingresos estatales y reduciría la inmigración irregular.

La permisividad ante afluencia de inmigración irregular perjudica a los que han accedido a un Estado de forma regular

¿Cómo operaría esa fórmula? Los extranjeros pagarían una tarifa al Gobierno a cambio de un permiso de trabajo y residencia durante un período X. La comisión de cualquier delito llevaría aparejada la expulsión y la perdida del dinero entregado para trabajar en el estado anfitrión. La compra de esos derechos estaría vedada a todos los demandantes con antecedentes penales, etc. En otras palabras, el Estado receptor tendría un amplio abanico de opciones para diseñar un sistema de inmigración acorde a sus necesidades y preferencias.

Alguien dirá que este enfoque, al margen de las consabidas críticas a la comercialización de un "derecho humano", sería lesivo para los inmigrantes pobres y poco cualificados. Esto no es así ya que ese tipo de individuos pagan cantidades exorbitantes a las mafias, incurriendo en enormes y conocidos riesgos. Si el precio del derecho a inmigrar fuese igual o parecido al cobrado por esas organizaciones criminales, éstas perderían la mayoría o una parte sustancial de sus clientes.

Las razones para ello son claras: quienes desean inmigrar preferirán satisfacer los costes de entrar de manera legal en un país que arriesgarse a perder su inversión, la vida o asumir el riesgo de ser deportados. En paralelo, como ha sucedido a lo largo de la historia, emergerían iniciativas tanto comerciales como filantrópicas destinadas a ayudar a que los potenciales demandantes financiasen su compra. Muchas de estas instituciones jugaron un papel de ese tipo en los grandes flujos migratorios de Europa a las Américas en el Siglo XIX.