Esta pregunta, tal y como está planteada, debería despertar las alarmas. Y, sin embrago, es una cuestión que se debate en redes sociales y en las facultades de economía. También allí se señala quién es y quién no es un “verdadero” economista. A nadie se le escapa que, detrás de una definición se esconde la exclusión de todo lo que no es.

Por desgracia, y debería avergonzar a quienes ocultan su desprecio tras este tipo de pantallas, quienes manejan determinadas definiciones de qué es un economista, por más que se agarren a páginas web e instituciones aparentemente neutrales, lo que pretenden es desacreditar a todo aquel (o aquella) que no hace lo mismo que él. Y así, despojan de profesionalidad a todo el que no le refleja a él mismo, exhibiendo un narcisismo encubierto digno de mención.

Esta reflexión me ha sobrevenido cuando, por casualidad, me he rencontrado con el ensayo “What should economists do?”, de James Buchanan, Nobel de economía. Este trabajo, que fue su disertación cuando asumió la presidencia de la Southern Economic Association en 1963, se incluyó en el libro recopilatorio de ensayos del mismo nombre, publicado en 1979.

A mi pregunta inicial le sobra la referencia temporal. Si la economía es una disciplina seria, o incluso, una ciencia, el concepto de economista debería ser el mismo, tanto en el año 2023 como en 1923. Eso no implica que haga exactamente las mismas cosas, porque las herramientas no son las mismas, aparecen unas nuevas, otras desaparecen, y otras evolucionan. De la misma forma que el rudimentario microscópico óptico dio paso al sofisticado microscopio electrónico, las herramientas de los economistas, desde la matemática hasta la psicología, han evolucionado. Si lo que hacen los economistas y las herramientas cambian con el tiempo ¿qué hace que un economista sea un economista?

Lo que no hace un economista, de acuerdo con Buchanan, es estudiar la asignación óptima de recursos. ¡Sorpresa! En tiempos como los actuales, en los que la planificación vuelve a estar de moda, como las hombreras o los pantalones campana, decir eso es anatema. El caso es que Buchanan entendía perfectamente qué es eso de la buena o mala asignación de recursos. Sin embargo, para él, el economista debería estudiar el vasto universo intercambio voluntario. En sus propias palabras: “Los economistas 'deberían' querer comprender la sociedad y los procesos sociales que la constituyen. Y para conseguirlo es necesario estudiar detenidamente los motivos y las consecuencias -especialmente las no deseadas- de los intercambios”.

Lo que no hace un economista, de acuerdo con Buchanan, es estudiar la asignación óptima de recursos. 

A destacar varios puntos. En primer lugar, las comillas son suyas, lo que quiere decir que no está pontificando sino expresando un pensamiento feliz, lo que idealmente los economistas deberían atender. Y lo especifica porque, ya en su época, muchos economistas estaban más pendientes de planificar la asignación de recursos y distribuir la riqueza, que de las consecuencias no esperadas del plan. En segundo lugar, le escueza a quien le escueza, la economía sigue siendo una ciencia social: no es una ciencia exacta, ni existen libros de recetas que aseguren el cumplimiento de las predicciones. En tercer lugar, Buchanan apunta los motivos y las consecuencias, especialmente las que no hemos previsto. Y eso nos obliga a entrar en el terreno de los incentivos y las expectativas, base de la economía.

El ejemplo de Buchanan es el del pantano que ha de ser drenado para evitar la molestia que produce a los lugareños la proliferación de mosquitos. Ninguno de los vecinos tendrá incentivos para drenar el pantano, porque todos esperan que alguno lo haga y beneficiarse de ello sin poner un duro. ¿Fallo del mercado? No necesariamente.

Para Buchanan, emergerá una institución más sofisticada que el intercambio bilateral y que solucionará el problema. Es parte de la tarea de los economistas el estudio de estos posibles acuerdos cooperativos, que se convierten en meras extensiones de los mercados, en su acepción más estrecha. Pero esa institución emerge, no procede de un plan. Y aunque eso es insatisfactorio intelectualmente, es más realista que un plan coactivo impuesto desde arriba a los vecinos. La razón es que el conocimiento colectivo disperso es inaprensible para los planificadores.

El pasado lunes, charlando con una buena amiga acerca de otro tema, ella insistía en que para poder enseñar la resolución de problemas, éstos han de ser reproducibles, porque si todo depende del contexto y el factor humano, de manera que no se pueden reproducir las condiciones del caso, ¿qué vamos a enseñar? Bueno, pues en economía los casos no son reproducibles, y la receta que sirvió en la Alemania de los años 20 del siglo pasado, no vale para reducir la inflación en la Alemania de los años 20 de este siglo. Eso no quiere decir que avanzamos en la total oscuridad. Hay tendencias y sabemos que si tiramos del hilo A se tensa el subsistema B, pero no sabemos otras cosas: cuándo se va a tensar, con qué intensidad, y qué otras cosas más se van a tensar, además del subsistema B.

Porque, si contemplamos la economía como el sistema hipercomplejo que es, no hay recetas ni relaciones lineales, ni causalidad única, sino multicausalidad y relaciones complejas. De manera que cuando se tira del hilo A, pasan muchas cosas que dependen del contexto y del factor humano.

La economía sigue siendo una ciencia social: no es una ciencia exacta. 

¿Por qué es tan peligroso centrarse en la asignación de recursos como objeto del quehacer de los economistas? Porque corremos el riesgo de enamorarnos del procedimiento, del plan, y acabamos amasando el objeto de estudio, el enunciado del problema y lo que haga falta con tal que el modelo, la propuesta encaje.

Y es así como se crea un universo macro de color rosa, con datos reales, pero asociados y dependientes de una deuda pública creciente, para que “el plan” resplandezca y los economistas tengan la agradable sensación de control que se produce cuando olvidas el verdadero objeto de estudio de tu ciencia.

La realidad, más allá del brilli-brilli de la subvención y la ayuda de Europa, es la foto resultante de añadir el pago de la deuda que soporta esas subvenciones y ayudas.