Felipe González junto a Alfonso Guerra durante la noche electoral de 1982.

Felipe González junto a Alfonso Guerra durante la noche electoral de 1982.

La tribuna

Informe Petras: cuando la izquierda desnudó al felipismo

1 noviembre, 2022 01:53

Era 1995, decimotercer año desde la llegada triunfal de Felipe González al poder. Apenas faltan unos meses para que se celebren las siguientes elecciones generales y, tanto en la alta dirección del partido como en el Gobierno, se perciben esas vísperas crispadas como el prólogo del final definitivo de toda una era. La suya propia para más señas. El felipismo, significara lo que significase aquel estridente palabro de nuevo cuño y uso generalizado en la prensa de entonces, estaba dando sus últimas boqueadas.

Era el instante procesal oportuno para encargar algo así como un balance general. El informe de gestión inevitablemente apologético donde se resumieran los logros históricos vinculados a su radical transformación modernizadora de la realidad española. El inventario para los anales de los grandes avances tangibles fruto del cambio de paradigma socioeconómico introducido por aquel primer ciclo al frente del país del PSOE.

Un legado por escrito con ambición de literatura épica y pensado para las generaciones futuras que, a fin de dotarlo de mayor credibilidad y prestigio, iba a ser encargado a un reputado científico social norteamericano provisto de impecables credenciales izquierdistas: James Petras, un estrecho colaborador del mítico Chomsky.

Felipe González dispondría de su propio Cantar sociológico del mío Cid, empeño narrativo de cuyos trámites formales y logísticos debería encargarse el Centro Superior de Investigaciones Científicas. Así que el CSIC se puso en contacto con el profesor Petras en la Universidad de Pensilvania para ofrecerle un contrato de “investigador visitante” en España. En concreto, se le propuso que se instalara durante medio año entre Barcelona y Madrid con el objeto de elaborar para el Centro un informe sobre, literal, “el impacto de las políticas del PSOE en la sociedad española”.

Un encargo que el académico estadounidense acometió, de entrada, de forma convencional: prolijos análisis de estadísticas oficiales, visitas a ministerios, entrevistas con dirigentes sindicales, lecturas de informes de origen público, entrevistas con cuadros sectoriales socialistas… Pero muy pronto, tal como confesaría tiempo después el propio Petras, aquel visitante comenzó a percibir la distancia creciente entre el optimismo de la percepción institucional y la realidad de su entorno personal inmediato. La monitora de aerobic que trabajaba 50 horas a la semana por 60.000 pesetas y un día “desapareció” (su contrato temporal de 6 meses había expirado); el graduado en Historia que atendía a los clientes de un videoclub, también por cuatro perras, y que se consideraba muy afortunado por ello; la chica que repartía publicidad por los buzones a cambio de 1.000 pesetas la jornada…

No eran casos extremos ni minoritarios. Al contrario, constituía lo habitual entre los nuevos precarios crónicos de su barrio en Hospitalet, los hijos de la antigua clase obrera local en acelerado proceso de extinguirse a causa de la desindustrialización.

Los hijos de la antigua clase obrera local se encontraban en acelerado proceso de extinguirse a causa de la desindustrialización.

Petras, con su mirada incontaminada de extranjero, empezaba a entrever con lúcida claridad lo que ningún autóctono parecía percibir todavía: la irrupción en escena de una novísima clase social emergente, la formada por el precariado, en aquella flamante España remozada cuyos nuevos cimientos individualistas y liberales acababa de implantar la socialdemocracia en el poder. Nadie acertaba a detectarlo, pero estaba irrumpiendo en la vida adulta la primera generación de españoles posterior a la guerra civil que iba a vivir peor que sus padres. Y aquello solo era el principio.

Porque el precariado nacía llamado a devenir una figura ya permanente en el paisaje social del país en el futuro. De Petras se esperaba un retrato amable del renovado contrato social que dejaría el felipismo como herencia, pero el que terminaría pintando el autor se acabó pareciendo demasiado al de Dorian Gray. Y de ahí su destino.

A propósito de la obra de gobierno de Felipe González en el plano económico, sigue imperando hoy el lugar común de que modernizó la “anquilosada” estructura productiva del país. Se quiere olvidar que la genuina modernización la llevaron a cabo los tecnócratas de la dictadura durante la época previa del desarrollismo.

Porque lo que en puridad caracterizó la obra de los socialistas no fue la modernización sino algo muy distinto, a saber: la aplicación efectiva de los principios liberales canónicos al funcionamiento de la economía española.

El precariado era la primera generación de españoles posterior a la guerra civil que iba a vivir peor que sus padres

Es la suprema paradoja que, en el fondo, marca toda nuestra historia contemporánea. Por un lado, una dictadura reaccionaria y contraria por principio al liberalismo en cada una de sus manifestaciones, incluida la del libre mercado, que, sin embargo, crea una enorme clase media gracias al éxito incuestionable de su muy peculiar y heterodoxa política económica durante la década de los sesenta.

Por el otro, un partido socialista de larga tradición obrerista que alcanza el poder merced al apoyo masivo de aquellas mismas clases medias recién alumbradas y que, a contracorriente de sus raíces doctrinales más profundas, promueve los fundamentos del orden liberal renacido que en otras latitudes estaba llevando a cabo la derecha más anti-keynesiana, entusiasta de la soberanía del mercado y radicalmente refractaria a los valores de la izquierda.

Un nuevo orden y unas nuevas reglas del juego, las que iba a dejar la España del felipismo, que tendría como consecuencia primera la dificultad insalvable para que una parte significativa de los descendientes de la clase media que votaba PSOE pudiera reproducir el mismo estatus social y vital del que habían gozado sus familias.

Una vasta clase media en lento pero constante proceso de descomposición interna frente a la paralela eclosión del precariado. He ahí, en sus trazos esenciales básicos, la quintaesencia del felipismo.

Una vez redactado, entregado a sus solicitantes y leído por ellos, como era de esperar, el informe fue bien escondido en el fondo de un cajón ministerial para que su agrio contenido nunca saliera a la luz.

Sólo gracias a Ajoblanco, la legendaria revista libertaria de Pepe Ribas, pudo tener acceso el público a su contenido un año después de que Petras depositara el original en la sede del CSIC. Luego, muchos años después, en las asambleas del 15-M circularon con profusión cientos y cientos de copias entre los indignados. Pero esa ya es otra historia.


*** José García Domínguez es economista.

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