La frase que titula esta columna, “acción colectiva o suicidio colectivo”, fue la forma en la que el secretario general de la ONU, António Guterres, definió el pasado la disyuntiva que tiene ante sí la humanidad en la situación actual.

Guterres no exagera en absoluto, y para entenderlo, no hay más que mirar alrededor. Las olas de calor se multiplican en frecuencia e intensidad: en muy pocos años, hemos pasado de una situación en la que las noticias referentes a olas de calor se encontraban con el escepticismo de algunos cuñados que contestaban “sí, se llama verano”, a que ahora comiencen a recibir nombres, como los huracanes, y a que tengan ya efectos igualmente destructivos.

Las olas de calor no solo provocan problemas de salud a las personas vulnerables y a las que no tienen acceso a sistemas de climatización, generando crisis que afectan pavorosamente más a los que menos tienen: además, generan incendios forestales, que provocan un efecto de retroalimentación al incrementar la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera.

Mientras algunos piensan que todo el problema de una ola de calor es meterse en casa y poner el aire acondicionado, la realidad es que en el norte de España, por ejemplo, o en el Reino Unido, actualmente en récords históricos de temperatura, tan solo un 5% de los hogares están provistos de aire acondicionado, porque simplemente no lo han necesitado nunca.

En India, Pakistan o Bangladesh sí que lo necesitarían de manera acuciante, pero en muchas zonas no es ya que no puedan adquirirlo debido a su nivel de pobreza: es que no tienen siquiera suministro de electricidad. Se calcula que en algún momento no muy lejano, pasaremos a ser brutalmente conscientes de lo que estamos viviendo cuando alguna ola de calor dé lugar a miles de muertos en algún territorio especialmente vulnerable.

Citando de nuevo a Guterres, la mitad de la humanidad vive en zonas en peligro de inundación, sequía extrema, fenómenos climatológicos extremos o incendios forestales. Sin embargo, seguimos alimentando nuestra adicción a los combustibles fósiles, que es la que sin ningún tipo de duda ha dado lugar a la situación que vivimos. El acuerdo entre los científicos es total: la emergencia climática existe, está teniendo lugar mucho más rápido de lo previsto, y se debe exclusivamente a la acción humana derivada de la quema constante de combustibles fósiles, no a ningún tipo de deriva geológica ni a ninguna otra explicación que algunos idiotas irresponsables pretenden absurdamente argumentar.

La mitad de la humanidad vive en zonas en peligro de inundación, sequía extrema, fenómenos climatológicos extremos o incendios forestales

El bueno de Guterres, que recientemente protagonizó una portada de Time en las costas de Tuvalu, impecablemente vestido de traje pero con el agua por encima de las rodillas, no puede estar más en lo cierto. La única forma de salir del círculo vicioso en el que estamos metidos es mediante la acción colectiva, posiblemente dando muchos más poderes a organizaciones supranacionales como la que preside.

Gestionar el planeta con 195 naciones pretendiendo cada una defender sus intereses es como intentar pastorear un rebaño de gatos: cada uno tira para su lado, y siempre es capaz de encontrar justificación para alguna barbaridad, sea seguir construyendo centrales de carbón, extrayendo más petróleo, o recalificando el gas o la energía nuclear como fuentes sostenibles.

En la práctica, llevamos más de una generación haciéndonos trampas al solitario. Si las naciones se niegan a asumir compromisos por el bien común del planeta, los individuos son todavía peores, y se oponen a cualquier cosa que pueda suponer una merma en aquello que perciben como “calidad de vida”, como si la mejor calidad de vida fuese la que nos permite perder la vida más rápidamente.

Mientras vemos decenas de incendios forestales asolar nuestra geografía y la de los países cercanos, hacer huir a miles de personas de sus hogares y perder cosechas y biodiversidad hasta extremos ya irrecuperables, dejemos de hacernos trampas al solitario: por muchos incendiarios que haya, que los hay, y por mucho que limpiemos los bosques de maleza, que no estaría mal, los verdaderos culpables de semejante barbaridad ecológica somos nosotros, son las olas de calor que provocamos cada vez que encendemos el motor de nuestro coche, que consumimos energías no renovables, o que nos negamos a abandonar un estilo de vida claramente insostenible.

Y del mismo modo que nosotros lo provocamos, lo pagaremos con muertes, con destrucción, con desolación y con pérdidas patrimoniales. Si seguimos sin hacer ningún tipo de cambio de verdad drástico y radical en nuestra forma de vida, estaremos encaminándonos al suicidio colectivo, y no, como se decía antes, “para nuestros nietos o bisnietos”, sino para nosotros mismos, en el curso de lo que nos queda de vida. Desastres de frecuencia e intensidad tales como no los hemos conocido nunca.

O acción colectiva lo antes posible, con compromisos de verdad drásticos de esos que muchos no están dispuestos a asumir, o suicidio colectivo. Es, simplemente, lo que hay.