Una multitud arropa al presidente ruso Vladímir Putin.

Una multitud arropa al presidente ruso Vladímir Putin. EP

La tribuna

Putin, el bandido sedentario

La llegada al poder del presidente ruso cambió los hábitos de funcionamiento de la élite cleptocrática de la economía de Rusia. Algo que aprecian los rusos, aunque en su justa medida.

24 marzo, 2022 04:01

En el capitalismo liberal e individualista, el que rige en Occidente, la corrupción forma parte del sistema. En cambio, en el capitalismo político articulado en torno a la dirección estatal, ese cuyos principales exponentes encarnan hoy Rusia y China, la corrupción no forma parte del sistema, la corrupción es el sistema. Y de ahí la definitiva imposibilidad metafísica de que pudiera surgir algo parecido al Estado de derecho -e igual en Moscú que en Pekín-, en la medida en que cualquier intento serio de alumbrarlo llevaría de modo inexorable a la autodestrucción del propio sistema.

El capitalismo de Estado, la extraña criatura económica que irrumpió en la escena rusa tras el desmantelamiento del socialismo real y la inmediata constatación de que en la antigua URSS (Ucrania incluida) no podía arraigar nada parecido a un orden espontáneo de mercado por razones de orden histórico y cultural, fue descrito en su naturaleza esencial por Deng Xiaoping. Apelando a una de esas metáforas tan del gusto oriental, lo comparó con una jaula para pájaros.

Así, si la jaula resultase demasiado pequeña, sostuvo Deng, el pájaro capitalista se vería condenado a la estéril inmovilidad paralizante. Pero si, por el contrario, resultase demasiado grande, el pajarito, más pronto o más tarde, caería en la tentación de volar por su cuenta, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, ni, ¡ay!, al Partido.

Por tanto, el diseño preciso de la jaula tendría que ser lo bastante amplio como para que sus ocupantes gozasen de margen de actuación e incentivos para tomar la iniciativa de moverse, pero sin nunca traspasar el límite que pudiera incitar a los pequeños presos alados a desafiar la autoridad y autonomía externa de la cúpula política estatal. Eso, exactamente, es China hoy. Y también, con todas las diferencias de matiz que se quiera, Rusia.

El diseño de la jaula tendría que ser lo bastante amplio como para que sus ocupantes gozasen de incentivos para tomar la iniciativa de moverse, pero sin traspasar el límite

En la República Popular China nunca se llegaría a escenificar una "transición" como la que organizó en 1992 Anatoli Chubáis, principal protegido de Yeltsin y jefe del clan de a antiguos tecnócratas soviéticos que controlaba todos los ministerios económicos del Gobierno, además de amante oficial de la hija de aquel anciano enfermo y alcoholizado que nominalmente gobernaba Rusia.

En un alarde del más insensato populismo, Chubáis convenció a un senil Yeltsin para que ordenara dividir el PIB de Rusia por el número de habitantes del país y, acto seguido, entregase un cheque nominativo a cada uno de ellos por el importe en rublos de su parte proporcional de la riqueza nacional.

Disparate teatral que llevó a que la inflación se disparara hasta un desquiciado 2.600% tras correr los rusos a hacer líquidos sus cheques, con lo que muy pronto todos aquellos documentos se convirtieron en vales por calderilla.

Huelga decir que la genuina riqueza real de Rusia (sus recursos naturales y las grandes empresas estatales viables) había sido repartida previamente entre antiguos gestores de la nomenklatura empresarial bien conectados en el interior del Kremlin, a aquellas alturas ya reciclados todos en padrinos de mafias cleptocráticas autónomas.

Algo que con clarividente intuición anticipatoria ya había pronosticado Trotsky tan pronto como en 1936. Así, el padre del Ejército Rojo escribiría en La revolución traicionada: "Los privilegios no tienen valor si no se los puede dejar como herencia. Por eso, la burocracia privilegiada tarde o temprano querrá adueñarse de las empresas por ella administradas y reconvertirlas en una propiedad privada". Literalmente, lo que ocurrió en la Federación Rusa justo tras la disolución formal de la Unión Soviética.

Los miembros de la nomenklatura gerencial de la URSS eran algo equiparable a los obispos y cardenales de la Iglesia, administradores temporales de grandes riquezas en sus respectivas diócesis, pero no propietarios de los bienes (tomo prestada la comparación de Rafael Poch, durante tantos años corresponsal de La Vanguardia en Rusia).

Así las cosas, la inconcebible inocencia de Gorbachov al abrir de par en par las puertas a la descentralización incontrolada del poder dejó en sus manos, literalmente en sus manos, el acceso a la apropiación del patrimonio empresarial todo de la Unión Soviética.

De un día para otro, los simples ecónomos y deanes de iglesias y catedrales laicas se convirtieron en presidentes de consejos de administración de flamantes sociedades anónimas con miles de empleados en plantilla. Y en esto llegó Putin, un dirigente mucho más popular entre los rusos de la calle de los que a los europeos occidentales nos gustaría creer.

De un día para otro, los simples ecónomos y deanes de iglesias y catedrales laicas se convirtieron en presidentes de consejos de administración

Fenómeno, el asentimiento mayoritario de la población hacia el ahora hombre fuerte del Kremlin, que se explica en gran medida -y más allá de la absoluta ausencia de una tradición liberal en la historia de la cultura política rusa-, por el hondo cambio cualitativo que impuso su llegada al poder en los hábitos de funcionamiento de la élite cleptocrática que parasita la economía del país.

Una mutación que Branko Milanovic, siguiendo en eso a Mancur Olson, suele comparar con el tránsito a mejor que siempre supone para cualquier población el pasar de ser extorsionada por bandidos nómadas a verse desposeída por otros iguales, pero de naturaleza sedentaria.

Un cambio hacia el sedentarismo extractivo, el devenido con Putin, que llevaría aparejado otro de mayor calado, a saber: la transición de un capitalismo de rapiña privado, modelo donde el poder político se sometía en última instancia a la voluntad soberana de los oligarcas, a otro de esencia política, el hoy vigente, en el que las palancas del poder económico han sido recuperadas por el Estado.

La naturaleza depredadora del sistema, huelga decirlo, no ha cambiado en absoluto. Pero, y eso los rusos lo aprecian en su justa medida. Verse expoliado por un gánster sedentario se antoja mucho más llevadero que sufrir a otro nómada.

Al menos, con el primero existen ciertas normas, normas no arbitrarias y estables que las víctimas pueden conocer y cumplir, algo imposible en el mundo caótico e impredecible de las bandas que luchaban entre sí por el control de los recursos en los tiempos de Yeltsin, cuando en los frecuentes enfrentamientos armados entre distintas facciones de oligarcas independientes llegaron a usarse tanques del Ejército en las afueras de Moscú.

Oligarcas belicosos, los de aquella primera hornada postsoviética, la mayoría de los cuales han pasado ya a mejor vida. Y no, por cierto, de muerte natural. Habían contrariado al bandido sedentario.

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