Para las decenas de millones de norteamericanos que dedicaron la tarde del domingo a ver la Super Bowl, una cosa parece haber quedado más que clara: el futuro de la automoción es eléctrico. La práctica totalidad de las marcas de automóviles que intentaron llegar a las audiencias del evento lo hicieron anunciando vehículos movidos exclusivamente por baterías. Atrás quedó ya la absurda huída hacia adelante de unos híbridos, enchufables o no, que nunca sirvieron para nada bueno más que para tranquilizar de forma injustificada la mentalidad de quienes los adquirían. 

Que la práctica totalidad de las marcas de automóviles, en un país como los Estados Unidos, se decidan a anunciar vehículos eléctricos puros tiene una importancia mucho mayor de la que le otorgamos cuando vemos ese movimiento desde Europa o desde otros países: significa que la apuesta ya está ahí incluso en uno de los países que, tradicionalmente, ha sido más refractario a esa tendencia. Hasta el momento, incluso algunos fabricantes de automóviles como Nissan, que ya han anunciado que abandonan el desarrollo de motores de explosión, habían puesto un asterisco que decía "excepto en los Estados Unidos". 

Cuando en un país como España, algunos usuarios, mal informados, se quejan de que la autonomía de los vehículos eléctricos es muy escasa y que no les resulta adecuada para viajar, la cuestión resulta ya no ridícula, sino directamente patética: en un territorio en el que el viaje más habitual está en torno a los 600 kilómetros o menos, recargar un vehículo eléctrico es trivial.

Para la única marca que decidió invertir algo de dinero en hacerlo - y que ahora abre sus supercargadores a vehículos de otros fabricantes - fue un proyecto que llevó a cabo una sola persona (muy brillante, pero una sola persona), en menos de un año, con un ordenador portátil y una tarjeta de crédito corporativa. Simplemente tuvo que escoger en un mapa los puntos kilométricos adecuados de las carreteras para que la inmensa mayoría de las rutas de viajes estuviesen bien cubiertas, y encontrar establecimientos que le cediesen el uso del terreno a cambio de ganar un suministro estable de conductores dispuestos a pasar un rato ahí. 

En un territorio en el que el viaje más habitual está en torno a los 600 kilómetros o menos, recargar un vehículo eléctrico es trivial

En un supercargador, el tiempo de carga más habitual son entre 15 y 20 minutos, una parada agradable para estirar las piernas, ir al baño y tomarse un café o unas tapas. ¿Qué se plantea el presidente del gobierno norteamericano, Joe Biden, en su programa de infraestructuras? Que haya al menos cuatro puestos de supercarga cada cincuenta millas de carretera. Si tenías miedo a quedarte tirado en un viaje, algo verdaderamente difícil en un vehículo eléctrico salvo que seas un imprudente, ahí tienes la respuesta, lógica para un país con una superficie inmensamente mayor que la del nuestro.

El 2022 es, sin duda, un año crítico en la transición energética. Cada vez son más los usuarios que cambian de mentalidad en cuanto a lo que es un automóvil: dejan de entenderlo como un conjunto complejísimo de cilindros, pistones, bujías y cigüeñales que hay que llenar de combustible, lubricar y revisar cada poco tiempo, y pasan a verlo como algo mucho más sencillo: un ordenador con ruedas que sale cargado de casa todas las mañanas.

Y todavía en Estados Unidos, los espectadores de la Super Bowl tienen un problema: si salen de su casa para ir a un concesionario de las marcas que vieron en las pausas publicitarias, y piden un vehículo eléctrico, no lo encontrarán. La mayoría de los que se anunciaron aún no están siquiera a la venta. En Europa, ese problema es mucho menor. 

Al mismo tiempo, cada vez son más los que abandonan la idea de utilizar la combustión de un gas nocivo para calentar sus casas y se pasan a la aerotermia, una solución con una lógica aplastante, o que deciden llenar los tejados de sus viviendas con placas solares para generar ellos mismos una parte de la electricidad que necesitan. En el medio y largo plazo, para quien puede planteárselo, pocas cosas tienen más sentido económico. 

Que la bola de cristal que representa la Super Bowl anuncie un futuro cada vez más basado en la electricidad, incluso en un país tan grande y tan aficionado a la gasolina como los Estados Unidos, no deja de ser un signo de los tiempos: si gastas dinero en adquirir un vehículo de combustión, estarás comprando algo que ya era obsoleto cuando llegó a tus manos.

Si crees que la solución está en mantener tu vehículo viejo y seguir echando humo, espera a que llegue la normativa Euro 7 y se inicie la retirada, vía ITV, de los vehículos que sean incapaces de cumplirla. 

Estamos ante la mayor transición tecnológica de la historia, y va a tener lugar ante nuestros ojos en los próximos pocos años. Los países que se sigan planteando plazos como el 2040 o el 2030 para la retirada de los vehículos con motor de explosión, se encontrarán pronto con que esos plazos ya no tienen sentido. O que en realidad, nunca lo tuvieron, porque simplemente, no hay planeta que los resista. 

Es el momento de cambiar de mentalidad. Primero, de plantearnos hasta qué punto necesitamos poseer un automóvil o si estaríamos mejor utilizándolo como servicio cada vez que lo necesitemos; y segundo, del sentido que tiene que ese automóvil esté dotado de una tecnología claramente inferior con menos prestaciones, que hay que llenar con un líquido carísimo y dañino, y que hay que lubricar y mantener. 

Y al menos, si no eres experto en transiciones tecnológicas, trata de leer la bola de cristal.