A medida que nos acercamos a ese 11 de marzo que marcará los dos años desde la declaración de la Covid-19 como pandemia por parte de la Organización Mundial de la Salud, la evolución de los datos con los que contamos, contemplados a nivel mundial, va convirtiéndose en más evidente: con sus diferentes mutaciones, variantes y oleadas, la pandemia evoluciona para convertirse en una enfermedad endémica y, con todas las precauciones debidas, con una gravedad aparentemente menor. Una enfermedad con la que terminaremos conviviendo de manera habitual. 

La evolución de la enfermedad no resulta, en realidad, demasiado diferente a la forma en que discurrieron pandemias anteriores, al menos considerando los datos con los que contamos: aparece un agente infeccioso, y la población va dotándose de mecanismos para enfrentarse a él. Al principio, hace ya casi dos años, los mecanismos eran básicamente formas de evitar que el virus alcanzase nuestro sistema respiratorio: sabíamos muy poco, y por eso, en los primeros meses, había personas que iban al supermercado como si fueran astronautas, con mascarilla, gafas, pantallas y guantes. 

La investigación nos permitió ir acotando muchas variables: entender que la transmisión del virus era por medio de aerosoles nos llevó a ir dando menos importancia al contagio a través de superficies, a dejar de usar gel hidroalcohólico de manera obsesiva, y a entender la correlación con el tiempo que pasamos con otras personas en espacios cerrados y poco ventilados, un factor muy importante a la hora de entender la evolución de la pandemia en distintos lugares del mundo. 

Pero sobre todo, y gracias al desarrollo de vacunas que preparan a nuestro sistema inmunitario para luchar contra el virus, fuimos logrando reducir cada vez más la mortalidad derivada de las infecciones. Este hecho no es una opinión, ni una intuición: es claramente demostrable gracias al estudio de los datos.

Si ordenamos la lista de países en función de la mortalidad por millón de habitantes, lo que nos encontramos en su parte superior son, en general, países con tasas de vacunación por debajo del 70%. Por supuesto, hay otros factores: la ya citada tasa de actividad en interiores - afectada por cuestiones como el clima - o, lógicamente, la cobertura y calidad de los sistemas sanitarios. 

El caso de España es claramente evidente: de estar muy arriba en esa siniestra lista de mortalidad al principio de la pandemia, ha pasado a situarse ya en una zona mucho más razonable, en la posición 38 y descendiendo. ¿La diferencia? La tasa de vacunación de la población. 

España cuenta con una tasa de vacunación excepcionalmente elevada: considerando países razonablemente comparables, los números de nuestro país son solo superados por Portugal, Chile, Singapur, Cuba o Corea del Sur. El notable éxito y la buena organización de las campañas de vacunación en nuestro país han llevado a tasas de negacionismo muy reducidas: menos del 5% de la población de nuestro país afirma no estar dispuesta a vacunarse. Pero sobre todo, esa negativa tiende a provenir de mala información (o más bien de ser víctimas de la desinformación), o a factores como el escaso nivel cultural, el miedo o la inseguridad.

En general, el porcentaje de negacionistas que atribuyen su negativa a teorías conspiranoicas, a su desconfianza en el gobierno o elementos similares es, aunque bastante ruidoso, verdaderamente bajo. 

En contraste con esa situación, tenemos los Estados Unidos: con una tasa de vacunación que oscila entre el 49% y el 62% según la forma en la que lo evaluemos, el país se sigue enfrentando a tasas de mortalidad en algunos estados que en otros lugares del mundo ya no se dan. 

Muchos de los republicanos más recalcitrantemente opuestos a las vacunas, simplemente, han muerto

Pero lo interesante es plantearse las razones para que, en uno de los países más desarrollados del mundo, nos encontremos esa tasa de vacunación tan baja. Y entre los diversos factores, sobresale uno: la brutal politización de la pandemia, hasta el punto que algunos analistas políticos se preguntan, dada la tasa de mortalidad sensiblemente más elevada entre los no vacunados, si el virus no terminará teniendo un efecto sobre el mapa político… muchos de los republicanos más recalcitrantemente opuestos a las vacunas, simplemente, han muerto.

En un país en el que sobran las vacunas, las zonas rurales más conservadoras y en las que campa el negacionismo muestran tasas de mortalidad mucho más elevadas que las de las grandes ciudades y las costas del país. El análisis estado por estado no deja lugar a dudas: utilizando parámetros relativos para descontar el efecto del tamaño de la población, los estados republicanos tienden a aventajar en mortalidad a los demócratas. 

Un país en el que los republicanos tienden a informarse en sitios que alientan teorías de la conspiración, a presumir de valentía por no vacunarse e incluso a abuchear al ex-presidente Trump cuando confiesa haber recibido su tercera dosis es un país que, claramente, tiene un problema grave. 

Cada uno puede pensar lo que quiera de las vacunas, y algunos, puestos a ello, llegan a extremos verdaderamente inverosímiles o directamente ridículos, si no patéticos. Pero los datos son los datos: las vacunas, y no otros factores, son lo que claramente está marcando la diferencia en mortalidad, y lo que previsiblemente permitirá una más rápida recuperación de la actividad económica. Y dado que la politización de la pandemia, además de la disponibilidad de las propias vacunas, parece ser el factor que más incide en una tasa de vacunación baja, la conclusión parece clara: politizar una pandemia es un  muy grave error.