Tras una semana movida a cuenta de las declaraciones del ministro de Consumo, Alberto Garzón, a The Guardian acerca de la presunta baja calidad de la carne obtenida en instalaciones de cría intensiva de animales, las conocidas como macrogranjas, me parece interesante llevar a cabo un pequeño ejercicio de prospectiva sobre el tema. 

Empecemos por los hechos: que un ministro de un país declare a un medio extranjero tan influyente como The Guardian cualquier cosa que pueda, de alguna manera más o menos periodísticamente probable, ser interpretada como una crítica a la calidad de un producto importante en la cartera exportadora de su país es, claramente, inadecuado.

Básicamente, se posibilita que alguna parte de los lectores de The Guardian puedan interpretar que el ministro de Consumo de un país está criticando abiertamente la calidad de un producto, la carne, que pueden encontrar fácilmente en sus supermercados y carnicerías, y por tanto, que puede a partir de ese momento evocarles sensaciones negativas y alterar sus preferencias de consumo. 

Obviamente, esa interpretación sería primaria. Pero en el mundo del consumo, esas interpretaciones primarias pueden ser enormemente importantes. Por supuesto, las críticas del ministro se dirigían a las macrogranjas, y es evidente que la carne que exporta nuestro país no proviene toda ella de ese tipo de instalaciones. En España hay numerosas compañías dedicadas a la producción de carne, con un amplio abanico de metodologías productivas que van desde la ganadería extensiva y la crianza en libertad, hasta los citados métodos intensivos. 

Cualquier crítica que pueda llevar a asociar la carne española con las macrogranjas, por tanto, es irresponsable y peligrosa en ese contexto. Puedes opinar lo que quieras de las macrogranjas, y en ese caso, como ministro de Consumo, podrías incluso llegar a promover legislación sobre ellas. Pero aprovechar una entrevista en un medio extranjero para criticarlas es, simplemente, una torpeza. Un error. Sobre las consecuencias políticas que debe conllevar ese error, no me meto: cada presidente gestiona sus ministerios con los grados de libertad que tiene y con los criterios que estima oportunos. 

Cualquier crítica que pueda llevar a asociar la carne española con las macrogranjas, por tanto, es irresponsable y peligrosa

Pero limitar la discusión del tema a las posibles consecuencias políticas para su protagonista sería enormemente pobre. La realidad es que, por mucho que fuese inoportuno o torpe en su elección del contexto elegido para hacer sus críticas, las declaraciones de Alberto Garzón son correctas: las macrogranjas son, desde cualquier punto de vista, una aberración, y la argumentación de que su elevada productividad es necesaria para abastecer su mercado es, desde un punto de vista de sostenibilidad, una auténtica barbaridad. 

La presunta justificación de las macrogranjas está en algo tan sencillo como la necesidad de abastecer las necesidades de proteína de las sociedades humanas. Un modelo, o pirámide alimenticia, sujeto a numerosas variaciones culturales. Pero si un ministro de Consumo observa que en su país están proliferando de manera cada vez mayor ese tipo de instalaciones, lo normal es que exprese preocupación sobre ello -de nuevo, aunque haya decidido hacerlo en un contexto inapropiado para ello-. 

¿Es real esa proliferación de macrogranjas en España? En la práctica, en función del tipo de carne producida, sí. Que las asociaciones de ganaderos defiendan que las instalaciones españolas son comparativamente pequeñas con respecto a las de otros países y que, por tanto, no pueden ser calificadas como macrogranjas, es un criterio con escasa base. La realidad es que el concepto macrogranja no se refiere tanto a un tamaño de instalación determinado y medido en número de cabezas de ganado, como a un criterio de metodología de producción. 

Si planteamos hipótesis de futuro sobre la nutrición y los hábitos de consumo, las macrogranjas, sencillamente, no salen en la foto

Si planteamos hipótesis de futuro sobre la nutrición y los hábitos de consumo, las macrogranjas, sencillamente, no salen en la foto. Si bien países como los Estados Unidos o, sobre todo, China, las han llevado hasta el límite e incorporado todo tipo de tecnologías, desde reconocimiento facial -sí, los cerdos o las vacas, como los humanos, son reconocibles por su cara, aunque nosotros solo veamos 'un cerdo' o 'una vaca'- hasta sistemas de trazabilidad basados en la cadena de bloques, las macrogranjas son una de las forma más baratas de producir proteína animal. 

Pero al tiempo, son también una auténtica aberración medioambiental por sus emisiones, una barbaridad ética en términos del tratamiento de los animales, y como es obvio, generan un producto de calidad inferior. Cuando el animal se nutre industrialmente y no se ejercita adecuadamente porque no dispone del espacio adecuado para ello, la calidad de la proteína en términos organolépticos desciende. Un descenso que determinados segmentos del mercado están posiblemente dispuestos a asumir, pero eso es, como tal, otro problema. 

El futuro, desde todos los puntos de vista y aunque a algunos les parezca distópico, está en los cultivos celulares. Aún poco competitivos en coste, pero con connotaciones medioambientales, éticas y económicas completamente diferentes. Se calcula que hasta el 60% de la carne que consumamos en 2040 no provendrá de animales sacrificados, sino de cultivo celular.

Que no será incompatible con que sigan existiendo explotaciones de otro tipo para producir carnes de otras calidades, pero sí supone una estructura productiva completamente diferente. El cultivo celular no sustituirá a ese chuletón impresionante de buey criado en el campo que te comes en un restaurante de postín: sustituirá, precisamente, a la carne producida en macrogranjas intensivas.

El ministro de Consumo estaría mucho más contento si en lugar de tener una industria que se enfoca progresivamente a las macrogranjas, que contamina mucho más de lo que podemos asumir y que ni siquiera es especialmente competitiva en lo que hace, tuviésemos compañías dedicadas al desarrollo competitivo de cultivos celulares. Pero no solo el ministro de Consumo: nuestra economía también. Y ese debate, el de la estructura productiva de nuestro país, sí que es interesante, tiene potencial… y es imprescindible.