Ciudades que mueren de éxito

Ciudades que mueren de éxito

La tribuna

Ciudades que mueren de éxito

10 noviembre, 2021 06:03

Mi abuelo materno, que pasó la mayor parte de su existencia viviendo en un piso de casi 200 metros situado en el centro de una capital de provincia, nunca pensó siquiera en comprar un coche. La idea ni se le pasó por la cabeza porque aquel lujo se le antojaba prohibitivo para él. Y lo era. Mi padre, en cambio, sí consiguió adquirir uno, ya bien avanzada la década prodigiosa de los 70. Fue un Seat 124 que lograría arrancar más de una mirada de silente admiración entre el vecindario. Yo, por mi parte, me manejo ahora con un todoterreno, el más aparatoso que encontré en el mercado de segunda mano, algo a medio camino entre un tractor y un tanque. Así, al nieto de mi abuelo le cabe disfrutar hoy de su tanque sin mayor impedimento, pero ni siquiera se concede, en cambio, soñar con una vivienda parecida a aquella en la que su ancestro vio correr sus días. Ese lujo le resultaría inalcanzable.

Y es que el capitalismo constituye un sistema económico dotado de una prodigiosa capacidad para abaratar cualquier mercancía a medida que va transcurriendo el tiempo. Algo, el reducir cada vez más los costes de producir una unidad de lo que sea, que el capitalismo logra por la vía de aumentar su volumen de producción. Por eso, los coches son mucho más asequibles hoy que en los tiempos de mi padre. Y también por eso, en los tiempos de mi padre ya eran, a su vez, mucho más baratos que en los de mi abuelo. Ese permanente proceso de abaratamiento el capitalismo lo puede llevar a cabo con cualquier mercancía, excepto con las no reproducibles. Y de ahí que los coches resulten cada vez más accesibles, pero los cuadros originales de Picasso, por el contrario, se vuelvan cada vez más caros.

Ocurre, y por definición, que un original de Picasso no se puede reproducir. Y con el suelo urbano sucede lo mismo: tampoco se puede reproducir. He ahí la razón última de que cualquier vivienda ubicada dentro de la M-30 de Madrid tienda a encarecerse más y más a medida que pasan los años. Y frente a eso, el capitalismo, o sea el mercado, resulta por entero impotente.

Nada, absolutamente nada puede hacer al respecto. Nada puede hacer porque el suelo de los centros urbanos da forma a un monopolio de libro. Y en los monopolios el poder para la fijación de los precios recae siempre del lado de la oferta.

Un original de Picasso no se puede reproducir. Y con el suelo urbano sucede lo mismo: tampoco se puede reproducir

De todo lo cual parece inferirse que la industria automovilística constituye una actividad que procede dejar en manos de la iniciativa privada, pero que en la provisión de una necesidad colectiva tan básica como la vivienda estará justificada la intervención activa del sector público a fin de tratar de paliar la contrastada ineficiencia del mercado en ese ámbito.

Y más ahora mismo, en este novísimo tiempo tan desconcertante en el que todas las grandes metrópolis de Europa -París, Londres, Roma, Berlín, Lisboa, también Madrid y Barcelona- vuelven a experimentar un fenómeno que no se recordaba con una intensidad similar desde la caída del Imperio Romano, a saber: los estratos más humildes han comenzado a abandonarlas dado que ya no pueden asumir sus desorbitados precios inmobiliarios. Creciente diáspora popular del asfalto que está coincidiendo con otra acelerada tendencia disruptiva, la asociada a la concentración en el epicentro mismo de las grandes ciudades del grueso de las actividades económicas emergentes.

Si la imagen prototípica del espacio productivo cuando el siglo XX era una monótona aglomeración fabril surtida de obreros uniformados y ubicuas cadenas de montaje, todo ello situado bien lejos de los selectos centros nobles de las capitales, en la que ahora se impone domina un paisaje poblado de ámbitos de coworking y fab labs instalados en edificios acristalados de arquitectura vanguardista. Junto a ellos, startups que dotan de renovada vida a añejas construcciones señoriales de lujosa factura decimonónica, innúmeras universidades y otras instituciones de formación superior que atraen a una adinerada clientela cosmopolita ansiosa de combinar estudios y oferta lúdica del entorno metropolitano, amén de la turistificación imparable con su conocido corolario, la gentrificación y ulterior disneylandización de los barrios más antiguos de los núcleos tradicionales.

 Ahora se impone una 'disneylandización' de los barrios más antiguos de los núcleos tradicionales

Tendencias, todas ellas, que confluyen en un mismo estrago común: expulsar, vía precios desbocados, a muchos antiguos habitantes históricos, por un lado, y empobrecer, por idéntica vía, al resto de los que se quedan, pequeños y grandes empresarios incluidos. Porque los salarios que hoy pagan los empresarios a sus plantillas menos formadas pueden ser bajos, sí, pero los arrendamientos que se ven forzados a asumir si quieren permanecer en una gran ciudad global, verbigracia Madrid o Barcelona, cada vez se disparan más. Un proceso repetido en todas las grandes urbes internacionalizadas de Occidente donde el resultado final siempre es el mismo: una transferencia de riqueza creciente desde las empresas y sus asalariados hacia los bolsillos de los rentistas inmobiliarios.

Una tozuda evidencia estadística que los creyentes en las soluciones de mercado siguen pensando poder corregir a través de la consabida liberalización del suelo. Nada, por lo visto, se ha aprendido de la Ley del Suelo promovida por en su día, cuando la burbuja, por el Gobierno de Aznar.

Liberalización en extremo intensa, aquella, tras la que, y al muy poco tiempo de ser aprobada, los precios de la vivienda en toda España lograrían coronar su máximo nivel histórico. Por lo demás, ¿qué solución fácil y viable cabe a ese problema en lugares como mi ciudad, Barcelona, donde convivimos 15.000 personas en cada kilómetro cuadrado, cálculo en el que no se tienen en cuenta las decenas de miles de turistas y otros forasteros que a diario pernoctan dentro de su término municipal? Es la gran paradoja: a nuestras grandes ciudades abiertas al mundo las está matando su propio éxito.

*** José García Domínguez es economista y periodista.

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