Son cada vez más las voces de investigadores, académicos y personas de la industria que afirman que un axioma que dimos por completamente inquebrantable durante mucho tiempo ha perdido completamente su sentido: la idea de que los mensajes publicitarios son más eficientes cuanto más segmentados estén. 

Durante casi tres décadas, a medida que transitábamos por la creciente popularización de internet, la idea de utilizar su rabiosa bidireccionalidad para dotar de capacidades adicionales a los antiguos medios unidireccionales se convirtió en una obsesión.

Desde que el primer banner apareció en la revista Hotwired, más tarde rebautizada como Wired, el marketing se dedicó a tratar de aprovechar toda posible capacidad de segmentación.

De repente, cualquiera podía acercarse a la oreja de Mark Zuckerberg

Las antiguas técnicas del tipo “a esta hora, este tipo de personas ven este contenido” se convirtió en completamente obsoleta, y nos dedicamos a inventar técnicas cada vez más sofisticadas para que nuestros anuncios llegasen a aquellas personas que habíamos definido como sus targets, sus objetivos, en función de variables sociodemográficas y de todo tipo. 

La obsesión llegó a su límite con Facebook: una red social ideada para que sus usuarios generasen en ella todo tipo de posibles pistas para que un anunciante pudiese convertirlos en su objetivo, en función de variables que los antiguos medios no podían siquiera imaginar.

De repente, cualquiera, desde el director de marketing de una multinacional hasta un autor que acabase de escribir su primer libro, podían acercarse a la oreja de Mark Zuckerberg, definir su perfil de cliente soñado, y ver resultados en tiempo real. 

La realidad, sin embargo, es tozuda y muy distinta. En la práctica, todos esos algoritmos impresionantes se han convertido en un montón de cajas negras manejadas por infinidad de intermediarios que llevan a que el anuncio que cuidadosamente diseñas termine, en más de la mitad de los casos, delante de los ojos equivocados, incluso cuando segmentas por algo tan básico como el género.

¿Facebook? Sus algoritmos solo “aciertan” entre un 9% y un 41% de las veces

Y no lo digo yo, lo dice el MIT. Que más de la mitad de los casos sean impactos erróneos quiere decir, simplemente, que estarías mejor poniendo tus anuncios al azar. ¿Facebook? Sus algoritmos solo “aciertan” entre un 9% y un 41% de las veces. Pero la narrativa afirma que es el mejor sistema jamás inventado, y lo que es mejor, sus anunciantes se lo creen religiosamente. 

Para terminar de liarla, resulta que, además, se calcula que hasta el 88% de los clics en anuncios son fraudulentos: procedentes de bots, de click farms y de mecanismos similares.

La tentación, simplemente, era demasiado fuerte: si me pagan por algo tan intangible como servir impresiones de anuncios en páginas web, ¿por qué no generarlas yo mismo? La industria, simplemente, ha dado lugar a sus propios demonios, y estos se la han comido por los pies. 

Hoy, en un mercado como el norteamericano, la publicidad digital se lleva el 48% de la inversión total, frente a una televisión que alcanza el 31% y unos periódicos, radios, revistas, exterior y otros medios que se quedan con las migajas.

Esa publicidad digital está fundamentalmente en manos de dos gigantes: Google y Facebook, que se llevan el 54,1% de ella, y se gestiona fundamentalmente, en nada menos que un 89%, de forma programática: entras en una página, y unos algoritmos ofrecen lo que saben de tu perfil a unos anunciantes que pujan por ti, y te ponen el anuncio del mejor postor.

Para los anunciantes, Facebook y otros medios son aún como el sueño dorado, el francotirador perfecto

Y en esa cadena programática hay tal cantidad de intermediarios, agencias, trading desks, ad exchanges, demand-side platforms y demás actores de todo tipo, que la cadena se vuelve dramáticamente ineficiente, y el anunciante no llega jamás a saber si sus anuncios ha alcanzado el target deseado, o han aparecido en oscuras páginas infladas a golpe de bot.

Muchos actores, muchos fraudes y muchas malas artes en cada uno de ellos. El sistema, simplemente, no funciona.

Sin embargo, muchos se niegan a creer que es así, y los peores, en una nueva manifestación del síndrome de Estocolmo, los anunciantes que son presas del mismo.

Para los anunciantes, Facebook y otros medios son aún como el sueño dorado, el francotirador perfecto, la justificación de sus desvelos y sus presupuestos. Pero en la práctica, cada vez entienden menos lo que pasa con su dinero, y cada vez es más cierta la realidad: obtendrían mejores resultados más fácilmente poniendo sus anuncios al azar.

Y sobre todo, alienarían mucho menos a unos usuarios que, cada día más, se sienten simplemente perseguidos, llegan a creer que sus dispositivos les escuchan durante todo el día, y encima, ni siquiera compran por ello más ni se sienten segmentados de la manera adecuada. 

La publicidad digital lo ha hecho prácticamente todo mal, y se ha convertido en un total y absoluto despropósito. Seguramente sea el momento de que los anunciantes hagan borrón y cuenta nueva, y que empiecen a rediseñar la publicidad de los nuevos tiempos.