Todo empezó como un murmullo, un resquemor, un comentario que iba creciendo referido a anuncios que nos perseguían implacablemente por toda la web y a historias sobre dispositivos que espiaban a sus dueños.

El murmullo fue haciéndose más y más fuerte, hasta el punto de que llegó hasta los legisladores, a los parlamentarios europeos, que tras algunas discusiones, decidieron legislar para crear un nuevo marco que regulase la relación entre publicidad y privacidad, entre lo que las empresas querían saber de nosotros para impactarnos con sus anuncios y los datos que nosotros exigíamos que se mantuviesen a salvo de su voracidad. 

Así, llegaron leyes como la de las cookies, profundamente estúpidas y que nos obligaban a hacer clic en un inútil formulario cada vez que accedíamos a una página web, o como la GDPR, o su equivalente californiana. La semilla ya estaba puesta: las nuevas maneras de hacer publicidad super-personalizada y ultra-segmentada que internet había hecho posibles no eran especialmente santo de nuestra devoción.

Nos provocaban la sensación -que en realidad era mucho más que una sensación- de que todo lo que hacíamos estaba siendo constantemente registrado, anotado y analizado, para poder utilizarlo posteriormente e impactarnos con anuncios sobre lo que supuestamente estábamos deseando. 

En la práctica, todos esos perfiles que supuestamente compilaban esas compañías pretendiendo que "nos conocían mejor que nosotros mismos" eran meras caricaturas de trazo grueso, auténticos monigotes pintados por algoritmos que, de manera profundamente simplista, pretendían esquematizar reglas: "si leyó eso, querrá comprar esto". "Si visitó esto, quiere decir que es así, y estará interesado en esto". Un conjunto de estereotipos que funcionaban tan solo en contadas ocasiones

De hecho, la duda comenzó a cundir entre los propios anunciantes: ahora gastaban más, pagaban a muchos más intermediarios por muchas más herramientas, llenaban sus agendas con todo tipo de tareas en redes sociales, y tenían todo el rato esa sensación de "todo es mentira", de que aquella supuesta influencer a la que pagabas por decir cosas de tu marca las diría mañana de tu competidor sin ningún problema.

Pero sobre todo, lo más importante: no vendían más. Todo ese aparato tecnológico, salvo excepciones puntuales, seguía resultando en ventas muy similares. Los únicos que alucinaban eran los que usaban las redes sociales para comprar tráfico, para auto-inyectarse relevancia, y para engañar a terceros. 

El resquemor contra ese tipo de publicidad llegó a ser tan fuerte, que los navegadores, incluido el de una Google que vivía de esa publicidad cada vez con peor fama, eliminaron las cookies de tercera parte, y empezaron a impedir la persecución sistemática de los usuarios.

Apple se posicionó como la defensora de la privacidad como derecho fundamental, y los usuarios de sus dispositivos pasaron a estar más protegidos, a tener más medios para defenderse. Otros muchos se instalaron bloqueadores de publicidad y se convirtieron en "objetores", en inmunes a todos aquellos mensajes de los que abominaban, ignorando que permitían que muchos servicios en la web se proporcionasen gratuitamente en lugar de hacerlo mediante una cuota.

La naturaleza supuestamente democrática de la web se resquebrajó: si no podías pagar, tenías que pagar con tu información, y soportar ser acosado por anuncios prácticamente obsesivos. 

Google se desmarcó con un nuevo método, FLoC, que según ellos, impedía el intercambio de información personal - a cambio, nos incluía en grupos y nos seguía atacando con propuestas persecutorias, "porque nos parecíamos a ese, a este o a aquel".

El sistema, antes de empezar, fue boicoteado por otros buscadores, por otros navegadores, y hasta por WordPress, que conformaba un tercio de todas las páginas de la web. Básicamente, había nacido muerto. 

El mercado, simplemente, dijo "déjame en paz". Dijo "Facebook, muérete". No me segmentes, no me persigas, no me mires siquiera. Déjame vivir. Si quieres que vea publicidad, pon publicidad como la pones en la televisión o en la radio: a las horas en las que creas que tu target estará ahí, en los sitios, páginas o programas donde creas que la verán… pero sin perseguirlos, sin intentar saberlo todo de su vida.

Vuelve a lo básico: hacer buena publicidad, que la gente quiera ver, en lugar de andar persiguiéndolos para ponérsela delante de los ojos una y otra vez como un maldito maníaco. 

La 'nueva' publicidad va a ser como era la vieja publicidad. Buena o mala, pero sorda. Si intentas espiarme o seguirme para ponértela, pasaré de ti y de tus peces de colores, te bloquearé o te maldeciré cada vez que vea u oiga tu anuncio. Déjame. Tranquilo. No. Me. Persigas. Más.