El asalto al Capitolio de los Estados Unidos la pasada semana ha representado, en muchos sentidos, un shock que la política necesitaba, y no me refiero únicamente a la política norteamericana.

Los efectos inmediatos de ese shock han sido la expulsión de Donald Trump y de cada vez más de sus seguidores de las redes sociales y plataformas en la red, y el posicionamiento inequívoco de muchísimas instituciones y empresas en un tema en el que, tradicionalmente, siempre habían rechazado tomar partido. 

El mismo día 6 por la tarde, la National Association of Manufacturers, una asociación empresarial que agrupa a más de 14.000 compañías norteamericanas, difundió un comunicado en el que, de manera enérgica, condenaba los sucesos y llamaba al vicepresidente Pence a considerar el uso de la vigésimo quinta enmienda para destituir a Donald Trump y llevar a cabo una transición política pacífica.

En los mismos términos se expresaba la Business Roundtable, el mayor lobby empresarial del país: independientemente de que pudieses ser demócrata o republicano, era imprescindible regenerar la política y sacarla del asqueroso barrizal en el que los últimos cuatro años la habían sumido.

El discurso de Arnold Schwarzenegger, ex-gobernador republicano del estado de California, iba en las mismas líneas.

Muchas compañías se están replanteando sus donaciones a partidos políticos, porque no quieren colaborar con candidatos o partidos que respaldaron semejante acción. Otras incluso echan a los trabajadores si los reconocen entre los asaltantes del Capitolio. Hasta la marca de desodorantes Axe, uno de cuyos envases apareció y fue fotografiado entre la basura que los invasores dejaron tras de sí, se desmarcó a toda velocidad de la imagen y publicaron un tweet diciendo "mejor solos que con esa turba". 

Muchas compañías se están replanteando sus donaciones a partidos políticos, porque no quieren colaborar con candidatos o partidos que respaldaron semejante acción

En un despliegue sin precedentes, empresas de todo tipo manifestaron su rechazo al asalto y se posicionaron en contra del intento de autogolpe de Estado protagonizado por un personaje, Donald Trump, para el que la democracia nunca fue más que un medio para conseguir un fin.

Y entre ellas, lógicamente, las empresas tecnológicas, que, una por una, decidieron expulsarlo de sus plataformas. En menos de 24 horas, Trump perdió no solo el uso de su herramienta de propaganda favorita, Twitter, sino que, además, vio cerradas sus cuentas en todas partes.

Desde Amazon hasta Facebook, pasando por Reddit, Twitch, Shopify, Google, YouTube, Instagram, Snapchat, TikTok, Apple, Discord, Pinterest, Okta o Stripe, todas ellas reaccionaron expulsando a todo aquello que oliera a Trump o a trumpismo. En la debacle, cayeron desde la red social ultraderechista Parler, a la tienda de merchandising de campaña de Trump o el podcast de Steve Bannon… 

¿Caza de brujas? ¿Demostración del poder de los señores de la red? En absoluto. Simplemente, las consecuencias del shock: el intento de toma del Capitolio ha hecho que todas las empresas, tecnológicas o no, se den cuenta de que había sido la normalización de esa forma de hacer política la que había llevado las cosas hasta esos espantosos e incalificables extremos.

Había sido la normalización de esa forma de hacer política la que había llevado las cosas hasta esos espantosos extremos

No, por mucho que algunos pretendan, para expulsar a alguien de un servicio no lo tiene que decir un juez: basta con que incumpla los términos de servicio, siempre que estos estén formulados de acuerdo con la ley.

Todas las plataformas se arrogan, por ejemplo, el derecho de expulsar a quienes llaman a la violencia, algo que Donald Trump había hecho y pretendía seguir haciendo de manera más que evidente.

No, lo que estamos presenciando no es una dictadura de las empresas tecnológicas que supuestamente se arroguen poderes que deberían corresponder a un juez. Es, simplemente, la expulsión de quienes han demostrado fehacientemente no saberse comportar en democracia. Es negarse a colaborar como plataforma con quien amenaza la estabilidad política. Y está completamente justificado. De hecho, pocas cosas podrían estarlo más. 

Para cualquier compañía, posicionarse abiertamente en contra de un líder que mueve a más de sesenta millones de votantes es algo que, por definición, no interesa. Y sin embargo, ahí están los hechos: la estabilidad institucional y la democracia están muy por encima de todo lo demás, y si hay que decirle a esos ciudadanos que su ideología no es aceptable y que los últimos cuatro años fueron un error que posibilitó una normalización cuyas consecuencias vemos ahora, no vale ya ponerse de perfil: hay que estar ahí y decírselo.

Simplemente, el supremacismo, el racismo, la xenofobia, el machismo y el discurso del odio que el trumpismo destilan por todos sus poros no pueden ser aceptables en una sociedad moderna, y deben ser desterrados. 

En muchos sentidos, compañías como Facebook, Twitter y otras han sido cómplices claros de ese trumpismo durante los últimos cuatro años. Permitir que un personaje como Trump utilizase esas plataformas para esparcir ideas venenosas provocó una normalización de las mismas que ha llevado a que, ahora, no solo Donald Trump, sino también miles de ciudadanos convocados por él y espoleados por su alucinógeno discurso, crean que es "de justicia" entrar en el Capitolio y tratar de impedir el normal funcionamiento del sistema democrático. 

Tras el shock, llega la regeneración política.