Dentro de muy pocos días, el próximo 3 de noviembre, tendrán lugar las elecciones presidenciales norteamericanas, sin duda las más peligrosas de la historia, y no solo para los ciudadanos de los Estados Unidos de América, sino para todos los habitantes del planeta. 

Esa votación, que enfrenta a dos septuagenarios, está enormemente definida por la tecnología, por las redes sociales o por los buscadores, que definen los grandes canales de información que influencian al electorado ya mucho más que la clásica televisión, los periódicos o la radio.

Con una Twitter que sin duda ha sido la gran cronista de la presidencia de Donald Trump, y Facebook convertida en una brutal cámara de eco que beneficia fundamentalmente a los conservadores, lo que más afecta al resultado de las elecciones no son, curiosamente, los programas de los candidatos, sino las decisiones que estas redes toman con respecto a su gestión de la información.

En un entorno brutalmente polarizado en el que los electores de uno de los candidatos han renunciado a toda objetividad e incluso a interesarse por lo que este propone, las dudas ya no están únicamente condicionadas por el resultado en sí, sino por las reacciones de ese candidato cuando los resultados sean publicados.

Decisiones como dejar de aceptar publicidad electoral, o extremar las precauciones para evitar ser utilizados como vehículos de desinformación son las que más pueden marcar el futuro. 

Resulta paradójico que en un país con tanta tradición democrática como los Estados Unidos estemos hablando de posibles escenarios en los que no se descarte siquiera la posibilidad de un auténtico golpe de Estado: aunque las encuestas den como favorito a Joe Biden, hay que tener en cuenta que cualquier posibilidad que no sea una victoria arrolladora del candidato demócrata permitiría que Donald Trump comenzase a envenenar las redes con mensajes de desconfianza en el proceso o de no reconocimiento y deslegitimación de los resultados, y que sus exaltados (y bien armados) seguidores tomasen las calles.

Semejante posibilidad apocalíptica, el llamado 'Trump Coup', solo es descartada por algunos porque no consideran que tenga la capacidad  de influenciar a su propio ejército o a agencias como el FBI o la CIA, a las que ha insultado y menospreciado en numerosas ocasiones durante su mandato. 

El actual ocupante de la Casa Blanca se ha convertido en el mayor diseminador de desinformación en todos los sentidos: por su culpa, muchísimos norteamericanos desconfían de su sistema democrático, de la ciencia, de instituciones como el CDC fundamentales en una pandemia, de sus compatriotas o de cualquiera que no lleve una gorra de béisbol de color rojo.

Los conspiranoicos y negacionistas que en muchos otros países nos parecen minoritarios y casi grotescos, en los Estados Unidos son ahora legión, gracias al impulso que durante cuatro años les ha dado uno de ellos aupado a la tribuna de la presidencia. 

Un segundo mandato de Donald Trump sería, simplemente, la sentencia de muerte para el planeta.

Pero más allá de las espantosas posibilidades que podrían ofrecernos los posibles intentos de Donald Trump de no ceder el poder, debemos preocuparnos por lo que podría venir después: un segundo mandato suyo sería, simplemente, la sentencia de muerte para el planeta.

Cuatro años más con un negacionista irracional de la emergencia climática al mando de los Estados Unidos nos llevarían a que esta fuese ya completamente imposible de evitar.

Estamos, en realidad, ante una situación parecida a la de hace cuatro años: Joe Biden puede que no emocione a muchos, pero sus planes, por ejemplo, con respecto a la reforma energética, podrían cambiar radicalmente el papel de los Estados Unidos en la lucha contra esa emergencia climática, además de construir un escenario económico creíble y que podría generar una recuperación rápida y viable.

Incluso si no te emociona el ex-vicepresidente, pensar en la alternativa a que no gane debería generarte, seas o no ciudadano de los Estados Unidos, auténtico pavor. 

Hace cuatro años, me levanté en un hotel en el que iba a dar una conferencia para encontrarme con las noticias de que Donald Trump, contra todo pronóstico, había ganado las elecciones.

Me froté los ojos hasta irritármelos, cambié el café del desayuno por una tila, y escribí sobre los espantosos presagios que me generaba esa victoria. Ahora, cuatro años después, he podido comprobar que no estaba equivocado en absoluto, pero además, me encuentro con que volvemos a estar en una situación desagradablemente similar.

Esperemos que, en las que son las elecciones más peligrosas de toda la historia reciente y que nos afectan, sin ninguna duda, a todos los habitantes del planeta, los votantes norteamericanos sepan estar a la altura.