Una mujer camina frente a la tienda de Louis Vuitton

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Lujo en crisis: la resaca de la opulencia

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No hace tanto que Bernard Arnault, patrón de LVMH, competía por el cetro de hombre más rico del planeta. Gucci dictaba el manual de estilo entre veinteañeros de Shanghái y todo analista repetía como un mantra que el lujo era ese negocio inmune a las crisis: la elasticidad cero, el logo todopoderoso, la cola de espera como certificado de invulnerabilidad.

Hoy, basta mirar la Bolsa de París para entender que la fiesta no era gratis.

El índice que resume la flor y nata de la opulencia europea —LVMH, Kering, Ferragamo, Richemont, Swatch, Moncler— pierde más de un 10 % en el último año.

En el mismo periodo, el MSCI World avanza con paso discreto pero firme. Es cierto que a cinco años la diferencia se modera, pero ya nadie habla de la infalibilidad de su comportamiento.

Desde hace dos décadas, los grandes conglomerados del lujo europeo hicieron de la expansión asiática su columna vertebral. China fue primero un mercado aspiracional sin rival gracias a una clase media emergente, deseosa de exhibir éxito; después, un cliente recurrente, sofisticado, dispuesto a pagar cada año más por el mismo bolso.

LVMH, que reportaba crecimientos de dos dígitos en Asia ex-Japón cada trimestre, acaba de confesar caídas en las ventas de doble dígito en la región

Las tiendas de París y Milán se llenaban de turistas chinos que volvían cargados de shopping bags como trofeos de estatus.

Hoy, Pekín devuelve el favor con la misma contundencia con la que antaño infló márgenes: la economía se enfría, el ladrillo cruje, la deuda doméstica limita la renta disponible y el discurso oficial gira hacia la austeridad y la prosperidad común.

Las cifras lo confirman sin ambigüedad. LVMH, que reportaba crecimientos de dos dígitos en Asia ex-Japón cada trimestre, acaba de confesar caídas en las ventas de doble dígito en la región. Kering, con Gucci como mascarón de proa, se despeña un 25 % en 2025 en medio de datos operativos muy decepcionantes.

Richemont y Swatch, reyes de la relojería suiza, también notan el frenazo en el mercado asiático, con turistas chinos que ya no viajan ni gastan igual en Ginebra o París. Moncler, especialista en vestir al turista de alto poder adquisitivo en pistas de esquí y centros comerciales de lujo, navega la misma tormenta: la demanda premium resiste, pero el cliente aspiracional se difumina.

Pasa lo mismo con el sector de las bebidas espirituosas, donde hay verdaderas masacres en ventas y en valor de mercado.

Años de inflación de precios han estirado hasta el límite la paciencia de la clientela aspiracional, la que financia su estatus a plazos

Se culpa a la Generación Z, a la supuesta alergia de los Zoomers por el lujo ostentoso, pero sería ingenuo atribuir el tropiezo bursátil solo a un capricho demográfico. El problema es más estructural. Años de inflación de precios han estirado hasta el límite la paciencia de la clientela aspiracional, la que financia su estatus a plazos.

Cuando el ciclo económico se revuelve, esa misma clientela desaparece primero. Hermès y Ferrari, con su ultra-exclusividad y producción casi artesanal, resisten con lista de espera y capricho de coleccionista.

Pero las casas centradas en la marroquinería, la moda prêt-à-porter o la relojería de volumen —LVMH, Kering, Ferragamo, Swatch— descubren ahora el coste de haber priorizado expansión y visibilidad sobre rareza genuina.

A eso se suma la paradoja contemporánea: la segunda mano. El mercado de reventa de lujo, casi un sacrilegio hace no mucho, crece hoy más rápido que la venta primaria. Una parte creciente de la clientela joven prefiere un bolso vintage o un reloj de colección a uno recién salido de boutique. El mismo logo, sin la culpa ni el desembolso completo.

Dentro del sector, Kering ilustra como nadie la caída del pedestal. Gucci vive atrapada entre la herencia creativa de Alessandro Michele, su sucesor Sabato De Sarno y la necesidad de volver a enamorar a un consumidor saturado de colaboraciones, influencers y slogans reciclados.

La familia Pinault ha tenido que recurrir a Luca de Meo, un directivo curtido en la automoción, para reinventar una joya cuya capitalización bursátil se ha evaporado casi dos tercios en apenas cinco años. Mientras tanto, la deuda y apuestas paralelas —inmuebles, perfumería— añaden peso a un barco que, por ahora, navega a contracorriente.

Y detrás de la estadística brilla un matiz generacional que conviene leer entre líneas. Lo que está perdiendo atractivo no es el lujo como idea abstracta sino la versión heredada del lujo unida a la marca grandilocuente, el logotipo gritón, la compra como demostración de estatus.

Hoy, para un veinteañero europeo o asiático con renta media-alta, tener criptoactivos, invertir en una vivienda, diversificar en arte digital o acumular experiencias vitales cotiza más alto en la escala simbólica que un cinturón de doble G, un reloj suizo o un plumas Moncler.

El deseo no muere, migra a otros activos.

Es tan seguro que el lujo volverá y encontrará su lugar en bolsa como que quizá sea buen momento para recordar que incluso la opulencia necesita disciplina y memoria de ciclo.

Y que hasta la etiqueta más reluciente caduca si olvida para quién existe. El estilo, como decía Chanel, permanece. La rentabilidad, a la vista está, no siempre.