Esteban López-Escobar, catedrático de Opinión Pública.

Esteban López-Escobar, catedrático de Opinión Pública. Manuel Castells

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Muere el mejor viejo profesor: adiós a Esteban López-Escobar, maestro de periodistas y dandi supremo

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Ha muerto nuestro viejo profesor, que también fue tierno, y que por eso ha provocado, al poco de conocerse la noticia, la construcción de un enorme tanatorio digital que ya habitan sus alumnos. Esteban López-Escobar Fernández (1941-2025), que tenía acrónimo (Elef), como los grandes, ha fallecido en Pamplona. Allí estableció –y seguía haciéndolo– diálogos mayéuticos con sus discípulos. Hasta que nos estallaba la cabeza; hasta que hacía nuestras cabezas más lúcidas.

Somos tantos los que compartimos anécdotas suyas en este día que sólo se puede escribir de él en primera persona del plural. Gracias a Elef, las facultades estrenaron un modelo según el cual un periodista no podía serlo sin estudiar de manera transversal el Derecho, la Historia, la Deontología y tantas otras cosas. Fue –¡cómo cuesta escribirlo en pasado!– uno de los dos españoles que presidió la Asociación Mundial de la Opinión Pública.

El fular, la pipa, el reloj. Ese bigote a veces –¡él me lo confesó!– podado con alicates. Elef aparecía siempre como salido de una reunión de intelectuales del Baden Baden de hace cien años.

La última vez que lo vi estábamos, qué cosas, en un tanatorio. Había muerto alguien a quien yo quería mucho y vino a darme un abrazo. Sentados frente a una cristalera, mirando la ciudad con los ojos enrojecidos, repasamos todo eso que Esteban enseñaba: el periodismo como forma de vivir.

Recupero estas líneas que le envié cuando, al borde de cumplir ochenta, publicó su segunda tesis. Los políticos falsificando una y Esteban haciendo un par. ¡Con un par de tesis, Elef! La escribió para calmar su indignación: iban pasando las décadas y no conseguía que ningún discípulo escribiera el trabajo definitivo sobre Charles H. Cooley. Él lo hizo.

No nos da ninguna pena que Elef se haya perdido todos estos mensajes que inundan las redes. Siendo de una generación pretérita, la de esos españoles de los cuarenta muchas veces reacios a las confidencias, creaba un clima de intimidad y afecto con sus alumnos. Hablar con él era como hablar con una buena fuente. Discreción y éxito asegurados. Esteban ya sabía todo lo que hoy estamos diciendo.

(...)

El catedrático fuma en pipa. Al catedrático le preguntan: “¿Qué prefiere usted? ¿La pajarita, la corbata o el foulard?”. El catedrático responde: “La pajarita, la corbata y el foulard”. Esto, créanme, es toda una declaración de intenciones viniendo de alguien que ejerce su profesión en la acogedora y amurallada Pamplona

Por eso, siempre me arrimé al catedrático cuanto pude. Yo también quería aprender que el dandismo no va de fuera hacia dentro, sino a la inversa. Cuando llegué a la facultad, el catedrático se acababa de jubilar, pero nos regalaba eventos multitudinarios en el aula y conciliábulos maquiavélicos en la cafetería. Hablaba de las elecciones presidenciales norteamericanas con conocimiento de causa: el catedrático se bregó en Harvard

Ahora que me han contado esta historia -y que me he puesto a escribirla-, he consultado en Wikipedia la edad del catedrático: 78 años. Nacido en Valencia en 1941. Fue presidente de la Asociación Mundial para la Investigación de la Opinión Pública, ha liderado tropecientos mil proyectos con nombre en inglés y tiene tantos estudios como los ministros del Gobierno y los líderes de la oposición juntos. También pone que es profesor "¡emérito!", pero no pienso endosarle este calificativo, teniendo en cuenta las pecaminosas connotaciones que ha adquirido en los últimos años.

Busco una fotografía reciente: me tranquiliza ver ese flequillo rebelde, ese mechón de pelo blanco que le hace serpentinas por la frente en cuanto se descuida. Y el bigote, ¡qué bigote! Una vez dijo que lo podaba con alicates, que es lo mismo que organizar -así lo hizo- un debate sobre la pena de muerte en 1974, cuando los fusilamientos de Franco no habían terminado.

El catedrático nos hablaba de la espiral del silencio, de la agenda setting y de todas esas cosas que, a pesar del barro que inunda la política patria, siguen configurando su devenir. Lo contaba con pajarita, corbata y foulard en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, donde aleccionó a varios de los actuales tótems del periodismo español.

El catedrático, pensé, debe de estar acongojado por el virus. A su edad, en los peores días de la pandemia, quizá no habría conseguido cita con la UCI ni con el respirador. Pero el catedrático no estaba muerto, ni mucho menos de parranda. Y ahí va la historia. 

El hombre del bigote llevaba décadas rogando a sus alumnos una tesis sobre Charles H. Cooley (1864-1929). Caritativo siempre, el catedrático testó que en la vida no tiene por qué recogerse lo que se siembra. Ninguno de ellos -¡miserables!- colmó el deseo del profesor. Dirigió proyectos. Uno tras otro. Nada.

Pero el catedrático, renunciando por un momento a la pipa de la paz, acaba de vengarse. Como buen “zagalico” -así dirían en su Pamplona de adopción- se ha disfrazado de entusiasta doctorando y acaba de sellar su propia tesis sobre el tal Cooley. Para más inri, el catedrático se ha asegurado de que sean sus díscolos discípulos quienes evalúen -¡y escuchen!- su defensa.

Querido Esteban López-Escobar, admirado ELEF: si no le ponen matrícula cum laude, me encargaré de airear los patrimonios y las infracciones administrativas -¡algo encontraremos!- de sus ingratos alumnos.

Sólo sé una cosa de Cooley: la teoría del “yo espejo”. Me la ha chivado Google. Decía este sociólogo norteamericano que la vergüenza y el orgullo nacen de la imagen que -según creemos- los demás tienen de nosotros. Entonces, felicidades. Despréndase usted de toda vergüenza y suelte el humo con una bocanada de orgullo. Le vemos igual que hace diez, veinte, treinta o cuarenta años.