Cuando el gobierno egipcio apagó internet durante casi una semana en enero de 2011 para frenar la revuelta popular en las calles, el mundo comprendió por primera vez el enorme poder político que implicaba desconectar a un país entero. Lo que entonces parecía una medida extrema y excepcional se ha convertido, poco más de una década después, en una práctica cada vez más habitual.

Hoy, los apagones de internet forman parte del repertorio de control de numerosos gobiernos en todo el mundo, con consecuencias profundas para la democracia, la economía y los derechos humanos.

Los datos confirman una tendencia al alza. Entre 2016 y 2024 se registraron al menos 193 apagones de internet en 41 países africanos, según un nuevo libro de acceso abierto coeditado por la activista Felicia Anthonio y el investigador Tony Roberts. El volumen se titula originalmente Internet Shutdowns in Africa: Technology, Rights and Power (2025).

A nivel global, Internet Society Pulse documentó 133 incidentes de apagones en 2024, frente a 124 el año anterior. La escalada continuó en el primer semestre de 2025, con al menos 40 nuevos casos reportados. Aunque el fenómeno es mundial, India lidera el número de apagones documentados desde 2019, seguida por las regiones de Medio Oriente y Norte de África. También por el África subsahariana.

Técnicamente, un apagón de internet es una interrupción intencional del acceso a servicios de conectividad fija o móvil. Por las experiencias vividas, la orden suele provenir del Estado, pero su ejecución recae en empresas privadas de telecomunicaciones.

Los gobiernos justifican estas medidas con argumentos tan peregrinos como recurrentes: preservar la seguridad nacional, mantener el orden público, combatir la desinformación o incluso evitar trampas en exámenes escolares. Sin embargo, la evidencia muestra que estas interrupciones son, en la mayoría de los casos, desproporcionadas e ineficaces.

El libro analiza once estudios de caso en países africanos y revela un patrón claro: los apagones se programan estratégicamente para coincidir con elecciones, protestas pacíficas o episodios de inestabilidad política. Un ejemplo. En Uganda, el gobierno bloqueó las redes sociales durante los comicios por temor a las voces disidentes, incluida la del músico y político Bobi Wine. En Etiopía, el país con más apagones del continente —30 en la última década—, los cortes coinciden con protestas en las regiones de Oromia y Amhara o con operaciones militares, impidiendo la cobertura en vivo de violaciones a los derechos humanos. En Zimbabue, el internet fue cortado en 2019 para sofocar manifestaciones antigubernamentales, una práctica que hunde sus raíces en los cierres de prensa impuestos durante la época colonial.

Lejos de limitarse a apagones totales, los gobiernos han refinado la técnica. Los cortes actuales son más selectivos: afectan provincias específicas, plataformas concretas o servicios clave. Esta fragmentación permite aislar a zonas opositoras mientras otras regiones mantienen una apariencia de normalidad. En contextos de conflicto armado, incluso se ha recurrido a la destrucción directa de infraestructura de telecomunicaciones, convirtiendo al Internet en un arma de guerra.

El impacto económico de estas decisiones es inmediato. La calculadora NetLoss de Internet Society Pulse estima que un solo día de apagón en Bangladesh, durante la crisis constitucional de agosto de 2024, costó más de 410.000 dólares en pérdidas directas del PIB. Para un país menos desarrollado, esa cifra equivale al salario diario de más de 75.000 trabajadores del sector textil, una industria vital para millones de familias. Un apagón de una semana elevaría el daño directo a casi tres millones de dólares, sin contar las pérdidas en cascada que afectan a pequeñas empresas, trabajadores autónomos y plataformas de comercio electrónico. En economías más grandes, como Italia, un día sin internet podría costar cerca de cinco millones de dólares.

Más allá de las cifras, el daño estructural es aún mayor. Los países que recurren de manera reiterada a los apagones proyectan una imagen de inestabilidad y falta de confiabilidad, lo que desalienta la inversión extranjera y debilita la economía digital. Irak y Bangladesh, con decenas de apagones registrados en los últimos años, son ejemplos claros de este círculo vicioso.

El costo en derechos humanos es igualmente significativo. El acceso a internet es hoy indispensable para ejercer la libertad de expresión, de asociación y de reunión pacífica, así como para trabajar, estudiar y participar en la vida pública. La ONU ha sido clara: los derechos deben protegerse por igual en línea y fuera de línea. Según el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, cualquier restricción debe cumplir criterios estrictos de legalidad, necesidad y proporcionalidad. Los apagones generalizados rara vez superan esa prueba.

Existen, además, consecuencias técnicas que trascienden las fronteras nacionales. Debido a la naturaleza interconectada de internet, un apagón en un país puede afectar a vecinos que dependen de sus rutas de conectividad, como ocurrió cuando un corte en Sudán dejó sin acceso a Chad. También puede generar sobrecargas en el sistema de nombres de dominio, fugas de datos hacia infraestructuras extranjeras y daños colaterales sobre servicios no relacionados, desde aplicaciones de transporte hasta sistemas bancarios.

Paradójicamente, tampoco hay pruebas de que los apagones logren los objetivos que persiguen. Investigaciones muestran que, al impedir la comunicación y la organización pacífica, estas medidas pueden aumentar la violencia y el descontento social. El silencio forzado no resuelve los conflictos: los aplaza y, a menudo, los agrava.

Aun así, la resistencia crece. Activistas recurren a VPN, conexiones satelitales y organización fuera de línea. En Nigeria, una sociedad civil fuerte y litigios estratégicos lograron que los tribunales declararan ilegales los cortes de Internet, obligando al gobierno a levantarlos. A nivel global, coaliciones como KeepItOn!, que agrupa a cientos de organizaciones en más de cien países, presionan para que los apagones dejen de ser una práctica aceptada.

Apagar internet se ha vuelto, para muchos gobiernos, la solución fácil frente a problemas complejos. Pero en una sociedad digitalizada, desconectar ya no es un acto técnico: es una decisión profundamente política, con costos económicos, sociales y democráticos que superan ampliamente cualquier beneficio aparente. El verdadero desafío no es cómo apagar Internet de forma más eficiente, sino cómo gobernar sin apagarla.