Emma Fernández, consejera independiente y cofundadora de Nausika. Nausika
Quedan apenas tres semanas para que el año 2025 llegue a su fin y se supere el primer cuarto del siglo XXI. Un siglo de transformación acelerada, donde la tecnología, el cambio climático y los riesgos geopolíticos avanzan reconfigurando nuestra manera de vivir, de trabajar y de relacionarnos.
La irrupción de la inteligencia artificial, el auge de la economía digital y el acceso masivo a la información están redefiniendo los límites de lo posible, pero también nos enfrentan a dilemas éticos profundos y a desigualdades emergentes.
En un plazo relativamente corto, la IA se ha consolidado como una de las fuerzas transformadoras más importantes del siglo XXI y sólo acabamos de empezar. Independientemente de las noticias que hablan de una burbuja como consecuencia de las altas valoraciones de algunas de las empresas centrales para su desarrollo e implantación, la realidad es que la IA se está adoptando rápidamente por parte de las compañías (especialmente estadounidenses) y comienza a tener impacto en el empleo.
Para comprender la dimensión del cambio, investigadores del MIT y del Oak Ridge National Laboratory han desarrollado el Índice Iceberg, una herramienta de simulación laboral que es una especie de gemelo digital del mercado laboral de Estados Unidos y representa cómo interactúan 151 millones de trabajadores con la IA.
Cada uno de los trabajadores es considerado como un agente individual sobre el que se tienen en cuenta sus habilidades, sus tareas, su ocupación y el lugar en el que vive. Incluye más de 32.000 capacidades para 923 ocupaciones en diferentes zonas del país. Con estos datos y teniendo en cuenta el estado del arte de la IA, establece qué tareas pueden realizar los actuales sistemas de inteligencia artificial.
Los resultados son contundentes. Mientras que la adopción explícita de la IA en las empresas representa alrededor de un 2,2% del valor salarial de la economía, las posibilidades técnicas actuales alcanzarían al 11,7%. Más de 1,2 billones de dólares en tareas podrían ser realizadas por la IA con la tecnología actual.
El estudio plantea una distinción clave: lo que vemos y lo que no vemos. La mayoría de los debates públicos se centran en los casos visibles de IA -chatbots, automatización documental, asistentes de programación-. Sin embargo, el Iceberg Index muestra que estas aplicaciones son solo una pequeña parte del potencial transformador de la IA. Bajo la superficie, la IA es capaz de asumir una amplia gama de tareas cognitivas y de procesos que históricamente han dependido de trabajadores humanos.
Este impacto no se limita al sector tecnológico. El estudio revela que sectores tradicionales como el financiero, logística, salud e incluso la industria, presentan porcentajes altos de exposición técnica al uso de la IA.
El precedente histórico de Internet pone de manifiesto las oportunidades y los riesgos de los cambios tecnológicos profundos. A medio plazo, la revolución de Internet ha generado un valor económico sustancial a pesar de la burbuja de las dot.com: las compañías tecnológicas representan en la actualidad más de un tercio de la capitalización de mercado del S&P 500, y la economía digital de EE. UU. aporta aproximadamente 4.9 billones de dólares (≈18 %) al PIB.
El impacto positivo se extiende más allá de las empresas tecnológicas: cada puesto de trabajo en alta tecnología se correlaciona con aproximadamente cinco puestos adicionales en servicios locales, atención médica y comercio minorista.
Las regiones pioneras capturaron ventajas duraderas durante la era de Internet. Dinámicas similares darán forma a los patrones de adopción de la IA. Las regiones que alineen tempranamente el desarrollo de habilidades, la inversión en infraestructura y la estrategia industrial podrán establecer ventajas competitivas y jugar un papel relevante en el futuro del empleo.
El Índice Iceberg no pretende ser un oráculo catastrofista sobre la pérdida de empleo en la economía estadounidense. Lo que pretende es anticipar tendencias y posibilitar actuaciones que permitan a las empresas, a la administración y también a los individuos prepararse para el cambio. Hay varios estados que ya están trabajando con el Índice Iceberg para validar los resultados y poder utilizar la información para establecer mejores políticas de educación y de empleo.
En última instancia, la pregunta no es si la IA transformará el empleo, sino cómo decidiremos gestionar esa transformación. La historia demuestra que las sociedades que se adelantan al cambio -que invierten en talento, que actualizan sus instituciones y que fomentan la colaboración entre empresas, gobiernos y centros educativos- son las que acaban capturando las mayores oportunidades. La próxima década será decisiva.
La IA no es, por sí misma, una fuerza de destrucción ni de prosperidad automática; es una herramienta cuyo impacto dependerá de las decisiones que tomemos ahora en materia de educación, empleo y competitividad.
Prepararnos para el futuro del trabajo implica identificar qué capacidades necesitamos desarrollar -desde competencias técnicas hasta habilidades humanas avanzadas- y articular mecanismos que permitan a las personas actualizar su perfil profesional a lo largo de toda su vida laboral. También exige que las empresas redefinan sus modelos de organización del trabajo, incorporen la automatización de manera responsable y generen entornos donde el talento pueda adaptarse sin quedar excluido.
En este sentido, la verdadera pregunta no es si podemos anticiparnos al futuro del empleo, sino si estamos dispuestos a construir las condiciones para hacerlo. Esto requiere decisiones concretas: invertir más en formación continua, desplegar programas eficaces de recualificación, impulsar políticas activas que conecten innovación con inclusión, y promover alianzas entre sector público, empresas y agentes sociales.
Si avanzamos en esta dirección, la inteligencia artificial no será un factor de polarización, sino un motor de productividad y bienestar a través de la creación de empleo de calidad. Aún estamos a tiempo de orientar esta transición hacia un modelo de empleo que combine competitividad, cohesión social y oportunidades reales para todas las generaciones.
***Emma Fernández es consejera independiente y cofundadora de Nausika