La historia de la Revolución Industrial es bien conocida, y su protagonista -Reino Unido- ha sido analizado en profundidad por multitud de expertos e investigadores a lo largo de los años. Todos ellos coinciden en que la disrupción que supuso la industrialización tenía firmes sustentos en la disponibilidad de carbón, el poderío comercial de un imperio británico aún en apogeo y unas ciertas facilidades al emprendimiento que son intrínsecas a la cultura anglosajona. Y todo ello es cierto, pero a juicio de este escribano ocultan el principal factor diferenciador de la ecuación.
No es otro que el talento. Pueden argumentarme que el talento industrial era inexistente antes del germen de la Revolución en sí misma. O que fueron precisamente los factores anteriores los que facilitaron los grandes desarrollos técnicos que cobraron vida en los siglos XIX y XX. Pero les pido, estimados lectores, ampliar las miras hacia lo que ocurrió cuando la Revolución Industrial ya estaba en marcha.
Empero, Reino Unido no era la única potencia comercial europea. Francia o la actual Alemania ya eran actores a tener en cuenta y no tardaron en adoptar muchas de las tecnologías que surgieron originalmente en las islas atlánticas. Por tanto, algo tuvieron que hacer diferente los ingleses para copar la hegemonía industrial durante décadas.
El analista Joel Mokyr, en su ensayo The Holy Land of Industrialism, sostiene que el secreto de la Revolución Industrial estuvo en una suerte de aristocracia del ingenio: una élite técnica que convirtió el conocimiento útil en transformación económica y social. Hablamos de un porcentaje minúsculo de la población (apenas un 2 % de la fuerza laboral británica) pero que se convirtió irremediablemente en el verdadero crisol donde se templó la modernidad.
Menuda sorpresa, gente bien formada que lidera una revolución del conocimiento. Nada más lejos de la realidad: esta aristocracia técnica se conformaba por hombres formados en la fragua, no en el atril de una universidad. Mientras que Francia y Alemania comenzaban a reproducir institutos politécnicos y facultades por doquier, en Reino Unido eran los operarios y técnicos de manos ennegrecidas (pero mentes expeditas) quienes mantenían el pulso de la Revolución Industrial.
Los datos de Mokyr, modestos en guarismos pero pródigos en significado, son claros: 8.328 británicos patentaron inventos entre 1700 y 1840, y un cuarto de los innovadores provenían de oficios mecánicos. No eran filósofos ni aristócratas, sino artesanos con intuición casi telúrica.
Pero en cierto modo, lo que Mokyr describe no es una historia del pasado, sino un aviso a navegantes: la riqueza de las naciones no depende de su geología, sino de su antropología del saber. No basta con acumular universidades o startups; hay que forjar ecosistemas donde la práctica y la teoría se engarcen con naturalidad, como el hierro y el fuego en una misma forja.
Si entonces el talento británico era incomparable por su mezcla de empirismo y oficio, hoy asistimos a una paradoja: nunca hubo tanta educación formal, pero escasea el conocimiento tácito, ese que no se enseña sino que se transmite por ósmosis en los entresijos del día a día a pie de planta (o a pie de calle). Hoy, esos atributos se miden en otras unidades: competencias digitales, agilidad, capacidad de aprendizaje continuo. Pero sin esa simbiosis de Academia y oficio, de cuello blanco y cuello azul, nunca lograremos materializar las ambiciosas promesas de la actual Revolución Digital.
Según el European Innovation Scoreboard 2025, la innovación europea ha retrocedido ligeramente, un 0,4 % respecto al año anterior. No es un desplome, pero sí una grieta simbólica. Mientras tanto, el World Talent Ranking del IMD constata que Reino Unido ha caído dos posiciones en atracción de talento. La que fuera “Tierra Santa del Industrialismo”, en palabras del propio Mokyr, parece perder el aura que antaño la distinguía.
En el siglo XVIII, la ventaja británica residía en su flexibilidad institucional: un sistema de aprendizaje basado en reputación y no en gremios, maleable, casi anárquico, que permitía transferir conocimiento sin el corsé del formalismo. Hoy, cuando la burocracia educativa y el compliance multiplican los óbices, esa lección resulta casi subversiva.
Hoy, mientras los europeos debatimos sobre autonomía estratégica y talento digital, convendría recordar a aquellos ingenieros y molineros que, sin algoritmos ni plataformas, hicieron de una isla lluviosa el epicentro del progreso. Su legado fue el de que el trabajo bien hecho tiene una dignidad indeleble. Quizá ahí resida el auténtico patrimonio industrial del presente: entre algoritmos y agentes autónomos, las manos humanas siguen teniendo una vigencia imposible de obviar.