Vivimos en una era de relojes veloces y transformaciones lentas. Una era en la que el cambio climático avanza a pasos de gigante… mientras nuestras respuestas titubean al ritmo de calendarios electorales, titulares fugaces y presupuestos anuales. Pero ¿y si el tiempo, en lugar de ser un obstáculo, fuera precisamente nuestro mayor aliado?

Pongámonos en modo 'vista helicóptero'. Durante años, el relato dominante nos ha empujado a actuar deprisa: "Quedan solo siete años para reducir a la mitad las emisiones" o "tenemos una década para frenar el colapso climático".

Ciertamente, la urgencia existe. Pero, más allá de ella, subyace otra verdad, más incómoda: los cambios que realmente importan —los que transforman infraestructuras, mentalidades, industrias enteras— requieren décadas.

El problema no es solo técnico, es temporal

Europa, por ejemplo, lidera en innovación climática: generamos el 27% de las patentes mundiales en cleantech. Pero apenas el 7% de las innovaciones se convierte en productos comercializados a escala. No porque falte talento, sino porque nuestras estructuras —de permisos, financiación, regulación— no entienden el tiempo que requieren estas transiciones.

Aunque el diseño de una tecnología innovadora se complete en un año, pueden pasar otros cinco hasta que se conecte a la red. Mientras tanto, el capital busca rentabilidad trimestral, y los gobiernos sobreviven entre elecciones.

En esta danza asincrónica entre lo urgente y lo importante, necesitamos reconciliarnos con el tiempo. Porque el tiempo también es donde se tejen los pactos duraderos. Donde la energía limpia deja de ser promesa y se convierte en pilar industrial.

Donde la electrificación se implementa no solo en parques solares, sino en fábricas, hogares y redes inteligentes. Donde la autonomía energética no es un eslogan, sino una garantía frente a crisis futuras.

La clave está en el cómo

Cómo narramos la transición. La realidad no es tan pesimista como creen si se paran a escucharla. Nadie sabe lo bastante como para ser pesimista. Si solo hablamos de sacrificios inmediatos, la desilusión será inevitable.

Necesitamos contar también las historias de prosperidad a largo plazo: regiones que se reinventan, empleos de calidad que nacen, industrias limpias que exportan a gran escala. Con el cambio climático ocurre lo mismo que con nuestra vida personal: podemos elegir enfrentar la realidad y acercarnos a la mejor versión de lo que soñamos ser, o podemos ceder a la duda y construir una existencia marcada por ella.

Cómo financiamos el cambio. Más allá de subvenciones puntuales, necesitamos instrumentos que piensen a largo plazo. Garantías, bancos climáticos, alianzas público-privadas que permitan a nuestras scale-ups cruzar el punto crítico conocido como "valle de la muerte" y crecer con ambición global.

Cómo elegimos nuestras prioridades: Gestionar la transición energética implica orquestar las diferentes velocidades del cambio. Piensen en materias primas, financiación, licencias de obra, incluso ciclos políticos. No todo se puede hacer al mismo tiempo. Pero lo esencial debe abordarse ya. Desde redes eléctricas modernas hasta cadenas de valor de materias primas críticas, pasando por un marco industrial competitivo que convierta cada gigavatio limpio en soberanía europea.

La Península Ibérica tiene una oportunidad de oro

La región es el laboratorio natural de la nueva Europa: con su abundancia en recursos renovables, su espíritu emprendedor y potencial industrial aún por explotar. Pero necesitamos mirar más allá del corto plazo. Las colas de conexión, los cuellos de botella regulatorios y la fragmentación institucional no se resuelven con parches. Se resuelven con ejecución, además de visión. Con una agenda ibérica que entienda que el futuro se construye hoy, pero se habita mañana.

Por eso insisto: el tiempo no es el enemigo. El verdadero enemigo es no saber cómo utilizarlo.

Si lo medimos únicamente en años fiscales o mandatos políticos, siempre llegaremos tarde. Pero si lo entendemos como un huerto fértil donde sol y viento nos permiten sembrar las infraestructuras, las políticas y las narrativas del futuro, entonces el tiempo se convierte en nuestro aliado.

La responsabilidad no recae solo en los altos representantes políticos, en los banqueros, o en los CEOs; nosotros también podemos evitar transformar las conversaciones veraniegas con amigos en relatos sombríos de desesperanza climática. Sobre todo, cuando las tecnologías limpias capaces de mitigar los 50.000 millones de toneladas de CO2 que emitimos cada año a nivel global ya están inventadas. Frente a la frustración, hay esperanza.

Porque la transición energética no es un sprint, es una maratón intergeneracional. Y en esa carrera, ya no queda tiempo para la resignación; solo para las soluciones.