Un asentamiento absolutamente desolado situado en la franja sur del Sáhara, la ciudad de Arlit, se ha convertido en la zona cero de una nueva lucha geopolítica: la batalla por el control del uranio, el combustible que alimenta la industria nuclear y que, como elemento químico con propiedades sorprendentes, ha sido motor de infinidad de innovaciones tecnológicas. Algunas han sido devastadoras, cierto es. Pero el uranio también es básico para que la vida sea posible en el planeta Tierra ya que permite mantener su temperatura interna y su campo magnético.

Una tierra árida, la del norte de una nación empobrecida como Níger, es donde, allá por 1950, geólogos franceses encontraron zonas de extracción de este mineral radiactivo. Se inició inmediatamente una carrera de las empresas estatales francesas por explotar estas minas, hasta convertir su antigua colonia africana en el séptimo productor mundial y proveedor del 25% del uranio que llega a la Unión Europea. Recordemos que Francia es, tras EEUU (98) el segundo país con mayor número de centrales nucleares (58).

Esta atómica circunstancia de Níger, además de la apresurada salida de un millar de occidentales -algunos españoles- hacia sus respectivos países, es lo que está atrayendo mínimos titulares de prensa hacia el país africano, como lo hicieron el petróleo, el gas o el carbón en conflictos anteriores en lugares próximos y remotos. Níger es un nuevo ejemplo de un continente fallido, África, donde la sangre, el hambre y la corrupción importan menos que el uranio, un mineral crucial para un mundo que necesita desesperadamente energía libre de carbono.

Muy pocos años después del voraz despertar de Francia por los recursos nigerinos, concretamente el 26 de junio de 1954, la energía liberada por la fisión de los núcleos de uranio bombardeados por neutrones se convirtió por primera vez en fuente de electricidad a escala industrial. ¿Saben donde? En Obninsk, territorio de la antigua Unión Soviética, hoy Rusia.

La de Obninsk fue la primera central nuclear en el mundo. Al menos, la primera conocida. Porque EEUU estaba desarrollando sus planes atómicos en absoluto secreto, cuestión que ha puesto de actualidad Oppenheimer, la exitosa película de Christopher Nolan. Oppenheimer pone sobre la mesa el dilema ético del físico J. Robert Oppenheimer, considerado padre de la bomba atómica, aunque, todo sea dicho, obvia otros como que los problemas de explotación de minas de uranio no son exclusivos de países pobres como Níger. Ni de continentes como África.

En un artículo publicado en Time hace un par de semanas, Buu Nygren, el más joven presidente de la Nación Navajo, la tribu americana con más amplia representación en tierras de América del Norte, recordaba el gravísimo vertido en la planta de uranio de Church Rock cuando, en 1979, millones de litros de desechos radiactivos se vertieron en el río Puerco, que se extiende por el noroeste de Nuevo México y el norte de Arizona.

Más de 500 minas de uranio se abrieron y luego se abandonaron en territorio navajo entre los años 40 y 90 del siglo XX. “Los niños jugaban en el agua contaminada, mientras el ganado bebía de los acuíferos radiactivos. Lo que vino después fueron cánceres, abortos espontáneos y enfermedades misteriosas”, relata el jefe navajo en Time.  Es la consecuencia directa de la carrera de EEUU por la hegemonía nuclear y atómica, un logro construido sobre los cuerpos de hombres, mujeres y niños apilados en territorio de EEUU, a muchos kilómetros de Hiroshima y Nagasaki. Y que Hollywood pasó por alto.

Oppenheimer no cuenta nada de las muertes de nativos. Eso sí, relata de forma espeluznante la preparación y efectos sobre el terreno de la “prueba Trinity”, la bomba experimental que el 16 de julio de 1945 explotó a modo de ensayo en el desierto de Nuevo México, generando un estallido cegador de luz y una onda expansiva que se sintió a cientos de kilómetros.

Las dudas nucleares

En el momento en que la URSS dio el paso de construir su primera planta alimentada con uranio, ningún científico tenía plena certeza plena de si valía la pena tratar de obtener energía eléctrica a partir de transformaciones nucleares. Ni siquiera los investigadores más sensatos eran capaces de mostrar una opinión rotunda.

Tampoco la Unión Europea tiene hoy un criterio claro. Siete décadas más tarde de Obninsk, diversos países han debatido el desmantelamiento de su red de centrales nucleares. Y mientras Francia mantiene su apuesta, Alemania ha optado por el cierre general. España, como siempre: hoy, de entrada, sí; mañana veremos. Y, mientras, la UE le pone el sello “verde” a la energía nuclear. La razón es que la energía atómica, al margen de la seguridad y la contaminación, ha demostrado ser fiable y, sobre todo, barata.

En el diseño de Obninsk, los soviéticos tuvieron que decidir qué materiales y sistemas emplearían para construir su central. Porque no había precedentes. Y se optó por emplear el grafito como material “moderador”, encargado de reducir la velocidad de los neutrones y controlar la reacción; el refrigerante, agua ordinaria; el combustible sería el uranio enriquecido. Y el material estructural, acero inoxidable.

En aquellos años, la responsabilidad de los científicos propició espacios de intercambio de información técnica, como la Conferencia Internacional sobre la Utilización de la Energía Atómica con Fines Pacíficos, celebrada en Ginebra en 1955. Pero todo en torno al uso de la energía atómica era secreto de estado. El Proyecto Manhattan y el sufrimiento moral de Oppenheimer, acusado de antipatriota y de simpatizar con el comunismo, son una prueba evidente. Pero lo mismo sucedía en el bando soviético.

Después de disponer de su propia central nuclear, la Unión Soviética ya fue capaz en apenas un lustro de botar su primer submarino nuclear de misiles balísticos, el K-19, que, dos años después de su estreno en el mar, albergó uno de los mayores accidentes nucleares de la historia, descrito en la película The Widowmaker, dirigida por Kathryn Bigelow. La radiación afectó gravemente a los 137 tripulantes de la nave. Fue el particular Hiroshima de la Armada soviética. En él murieron 22 marineros. La URSS también escondió aquello durante años.

Si tenemos todo esto en cuenta, la crisis atómica en Níger tiene otras lecturas. Si bien el Kremlin no parece estar directamente detrás del golpe en Níger, la propaganda rusa ha impulsado el sentimiento antifrancés y estadounidense en todo el Sahel. No sólo en Níger. También en Burkina Faso, Chad, Guinea, Malí o Sudán. En la capital de Níger, Niamey, se vio ondear la bandera rusa para denunciar el imperialismo francés. Y Yevgeny Prigozhin, jefe del grupo paramilitar ruso Wagner, ha dado la bienvenida a la toma militar.

Como planteaba un reciente editorial de The Washington Post, el uranio “es solo el comienzo de lo que se llama el ciclo del combustible nuclear”. Rusia es el sexto país en explotación de minas de uranio más grande del mundo. Pero su verdadero poder radica en la transformación del producto básico en barras de combustible atómico utilizables para reactores civiles.

Rusia representa casi el 45 % del mercado mundial de conversión y enriquecimiento de uranio, según la Asociación Nuclear Mundial. Un dominio absoluto que muestra una vulnerabilidad estratégica que para el gobierno de EEU es insostenible. Hay un dato revelador: alrededor de un tercio de todo el uranio enriquecido consumido el año pasado por empresas de servicios públicos de EEUU provino de Rusia. Más de 1.000 millones se pagaron a una empresa controlada por el Kremlim, otro dato que muestra que, pese a la guerra de Ucrania, los americanos no han parado de importar combustible nuclear ruso. Mientras, Oppenheimer reina en las pantallas. Y Níger apenas asoma en alguna portada furtiva.