Uno de los temas que más debiera preocuparnos hoy es la instauración absoluta del discurso del fin del mundo en nuestras sociedades desarrolladas (las más débiles y pobres no tienen siquiera asideros para armar otro que no sea el de la subsistencia). Me explico: hay una sensación de fin del mundo tras la superación del covid y la llegada de la guerra de Ucrania que tiene profundas raíces y que está cambiando nuestra forma de ver el futuro.

No aspiro aquí teorizar sobre el fin de la historia, tal y como ya hiciera Fukuyama hace más de treinta años, para explicarnos que la democracia liberal pondría fin a todas las tensiones surgidas entre el fascismo y el comunismo, y que los gobiernos serían así capaces de reparar las desigualdades; querría más bien subrayar que la gravedad de esta última línea de la frontera va más allá y alcanza al ser humano de un modo jamás antes ocurrido en la historia de la humanidad: lo arrolla individualmente, sin posibilidad de plantearse respuestas colectivas. Ya somos islas…

Volviendo a Fukuyama nos encontraremos con las columnas que sostienen esta frágil arquitectura de nuestro desarrollo. Si bien es cierto que durante dos décadas su tesis se sostuvo: el mundo universalizó el ideal de una vida mejor a través de las democracias; el ataque a las Torres Gemelas y la invasión de Irak introdujeron un potente virus en la configuración del nuevo mundo (Homeland es una obra maestra que describe bien de forma extraordinaria ese momentum). De pronto todos nos preguntamos si estábamos a salvo, pero no sabíamos de qué, cuál era exactamente la amenaza.

Poco tiempo después, el azote de la crisis económica nos los expuso sin fisuras: puede que todo lo que tengas no valga nada, es posible que los Estados quiebren y que entonces nuestros estándares de vida se vengan abajo… La gran mentira de los últimos treinta años es fácil de resumir: las desigualdades crecieron y las democracias no habían alcanzado la utopía de instaurar gobiernos suaves, abiertos y participativos que auspiciasen la libertad de todos los gobernados.

Si hace diez, veinte años, alguien nos hubiera dicho que el mundo entero abrazaría otra vez el keynesianismo (necesitamos que el Estado intervenga nuestra libérrima gestión del mundo porque sólo esta nos ha conducido a una sociedad más equidistante), no nos lo hubiésemos creído. Pero lo cierto es que así ha venido sucediendo desde la crisis financiera de 2008: los bancos centrales tuvieron que salir a comprar deuda y a inyectar liquidez para que la sociedad no se cayera: se rescataron bancos, se triplicaron las ayudas públicas y se intervinieron sectores estratégicos como el energético.

Mientras el futuro se reinventaba en los garajes de los emprendedores tecnológicos, y nos interconectaba en redes que absorbían todo nuestro tiempo y aspiraban a controlarlos el lenguaje y hasta el pensamiento, la tesis de Fukuyama envejecía y sólo los gigantes de la tecnología, aplaudidos desde todos los confines del universo, eran capaces de mover la rueda de la humanidad.

Es preocupante que hayamos permitido que esto ocurra sin plantear oposición alguna. A los salvajes del liberalismo esto parece darles igual: se lo han ganado y hacen lo que quieren con su dinero, arguyen; pero es que esto no va de sus derechos, va de los de toda la humanidad. Antes al menos, aunque débiles, existían estructuras globales que tenían como objetivo, si no desarrollar un gobierno global (quimérica aspiración del Tratado de Versalles), sí al menos alertarnos de los riesgos de nuestras derivas y corregir grandes desigualdades o desequilibrios: están ahí la extinta sociedad de las naciones, la ONU, las sumas de los gobiernos en grupos de prestigio, las grandes conferencias internacionales sobre temas globales. ¿Quién nos protege hoy del poder absoluto de cuatro o cinco personas que lo controlan todo? Nadie.

Se hablará poco de esto en los mentideros de la innovación, porque en la pirámide de favores y contratos hay mucha gente que vive dentro de ese teatro, pero si nos detenemos un segundo a pensar con esfuerzo crítico caeremos en la cuenta del enorme riesgo que tiene la instauración del discurso del fin del mundo.

Los niños, los adolescentes, no quieren hacer nada. Es alarmante el número de jóvenes que se sienten asolados por los acontecimientos de la historia. La pandemia les robó dos años fundamentales y luego vino la guerra de Ucrania con amenaza nuclear incluida. Leen que la tecnología será capaz de hacerlo todo y que los recursos del planeta no dan para más: cada año hace más calor y hay menos agua.

Los ultraliberales les suelen llamar holgazanes o culpan a sus familias de no haberles sabido involucrar la cultura del esfuerzo, pero lo cierto es que eso sólo forma parte del discurso negacionista (éstos hubieran negado la idea de que la tierra era redonda sin pestañear). La realidad es que todos sus pensamientos están en las redes, también todos sus sentimientos y aspiraciones, todo lo que hicieron, todo lo que van a hacer. Han normalizado que su vida es así y no piensan en luchar para salirse de ese camino. El maldito metaverso es el final de ese laberinto.

Quienes tienen menos están dispuestos a no hacer nada. Total, es imposible ganar más de mil euros, encontrar piso por menos mil euros. Vivir (viajar de vez en cuando, disfrutar del ocio, leer un libro) se les antoja una utopía del pasado. Crecen los delitos, no los pequeñitos, no los hurtos; los más graves, porque hay un grupo grande de seres humanos que no tiene miedo a nada, que no quiere pelear nada, conquistar a nadie. Y mientras todo esto pasa, los gobiernos no saben hacer sumas, alcanzar acuerdos. Dudan entre la vieja aspiración global de estar en bloques y el cierre de los límites en torno a sí mismos. Con la única receta de dopar las economías con ayudas que pagarán quienes vengan más adelante, avanzan sin rumbo hacia el final de todas sus aspiraciones.

En general, todos alguna vez en los últimos dos o tres años nos hemos dicho más o menos lo mismo: hagámoslo ahora que vete tú a saber qué pasará más adelante. Y es verdad. Nadie sabe nada. Por eso es urgente que luchemos contra ese discurso y sepamos ordenar el equilibrio de todas las tecnologías en aras de una utopía aún mayor: que las desigualdades sean cada vez más pequeñas, pues sigue siendo un cinismo vivir aquí pensando que todo aquel que no se ha subido al tren es porque no ha querido.