El profesor y divulgador de la tecnología John Horgan escribió hace 26 años un libro titulado The End of Science. El título del libro, pretendidamente apocalíptico, no se ajustaba exactamente a lo que uno podría esperar de él. O, al menos, sonaba impostado. Su pesimismo no tenía que ver con la utilidad de la ciencia para ir despejando algunas incertidumbres del ser humano, sino con su incapacidad, decía Horgan, para obtener nuevas verdades absolutas, irrefutables o duraderas.

Tarde o temprano, sostenía en su libro, los científicos se acaban dando de bruces con los propios límites del conocimiento. Y lo que sabremos en los próximos años de la naturaleza humana será, básicamente, lo que sabemos ya.

Aquel libro suscitó un interesante debate que, como otros, acabó desvirtuándose. Tanto que Horgan tuvo que emplear algún esfuerzo extra en matizar o explicar su posición. Y hace algunos años, en una reedición de ese mismo libro, Horgan aprovechó su prólogo para aclarar que lo que quería decir con El Final de la Ciencia es que en las próximas décadas no debemos esperar grandes revoluciones que provengan de espectaculares revelaciones científicas porque, básicamente, el conocimiento del mundo físico no sufrirá grandes alteraciones.

Al menos, decía, no nos deslumbraremos con nada comparable al Big Bang, a la Teoría de la Relatividad o a la Mecánica Cuántica. No habrá nada nuevo que supere el darwinismo evolutivo, ni volveremos a descubrir una nueva Atlántida. Ni los dinosaurios volverán a habitar la tierra, ni siquiera soñando con instrumentos valiosísimos como la secuenciación del genoma con los que imaginar islas jurásicas para llenar los cines. La ciencia de entonces, sostenía este divulgador, vive del prestigio de sus réditos pasados. Vamos, que vive de rentas.

Claro que Horgan pretendía ser una mosca cojonera. Y dar que hablar. Y lo hacía a conciencia, cinco años después de que un joven de 30 años llamado Francis Fukuyama publicara su ensayo The End of History?, primero con un interrogante (un buen recurso para no pillarte los dedos), pero luego en un libro como afirmación categórica y sin preguntas retóricas. Una legión de historiadores, filósofos y sociólogos, entre otra fauna, vinieron detrás para tratar de refutar la idea de Fukuyama de que el mundo encontraría su encaje definitivo en una especie de democracia liberal que, aunque inestable y mutable, se instalaría en una mayoría de países.

Probablemente Fukuyama erró -y esto es muy fácil decirlo, treinta años después- al despreciar la capacidad de metamorfosis del comunismo chino o el enorme impacto que el discurso identitario, travestido de patriotismo de hojalata, está teniendo en la degradación de las democracias en muchos rincones del mundo. No hablo de Trump o de Vox. Échenle un ojo a Suecia, cuna de la socialdemocracia, y a su última crisis política.

El sentido común nos dicta que la ciencia tiene el campo limitado por distintos factores. Si dejamos al margen la mediocridad, la endogamia, el clientelismo o la corrupción por el dinero, algunas de estas limitaciones son razonables, como las sociales y las económicas. Nos topamos, por ejemplo, con cifras de escándalo como que el Colisionador de Hadrones, en el que se han invertido decenas de miles de millones, cuesta 700 millones de euros al año de mantener.

Otros límites son algo más poéticos, como los físicos -la posibilidad de observación de la materia se ha ido ampliando- o cognitivos. Y dejamos al margen a los activistas por los derechos de los animales, los creacionistas, otros fundamentalistas religiosos o los filósofos posmodernos. También las pseudociencias, las injerencias religiosas e ideológicas, el catastrofismo y el ecoterrorismo. Y cuidado con los científicos que acaban abandonando sus nobles ideales para parecerse cada vez más a los políticos, ansiosos de poder y prestigio, llenando sus mentes de arrogancia y vaciándolas de sentido crítico.

Por no hablar del investigador de prestigio que utiliza más sus habilidades como gestor y administrador que como matemático, químico, físico o biólogo. Y con ello trata de conseguir fondos para hacer un instrumento más caro que el anterior y conquistar nuevas metas del conocimiento gracias a la tecnología bruta, que no a la inteligencia.

Pero la teoría de Horgan, como la de Fukuyama, quedó incompleta al someter a reflexión crítica únicamente los límites de la ciencia. ¿Y qué pasa con la tecnología y la ingeniería? Es la pregunta que se formuló el catedrático de Física Atómica, Molecular y Nuclear Manuel Lozano Leyva en uno de sus múltiples ensayos El fin de la ciencia, al entender que los avances tecnológicos no siempre son meros frutos del árbol de la ciencia.

John Horgan no contempló escenarios como los que se abren para la tecnología con la inteligencia artificial y la posibilidad de “crear” lo imaginable o lo inimaginable (novelas, pinturas, fotografías, artículos periodísticos o científicos, etc).

Y esto es la superficie, recordaba estos días Nuria Oliver, doctora por el MediaLab del Instituto Tecnológico de Massachussets y vicepresidenta de la Fundación Ellis, tratando de explicar lo que nos llegará con la Súper Inteligencia Artificial (Súper IA o ASI), la creciente habilidad de los algoritmos para manifestar habilidades cognitivas y pensamiento propios. Como tampoco oteó el futuro que abre con el diseño desde la Química de materiales con propiedades avanzadas o la Nanociencia, por muchos límites que intuyamos en el nanomundo. Incluso el silicio, todavía imbatible, tiene sus propias fronteras.

En cierto modo, la ciencia sigue hoy en día el modelo del capitalismo. Esto es algo que el profesor Martín López Corredoira, doctor en Físicas y Filosofía y autor del libro The Twilight of tge Scientific Age, resume con una frase: “La ciencia necesita crecer siempre para no entrar en crisis”.

La cara sombría de esta idea, me recordaba estos días un brillante químico del Instituto de Ciencia Molecular, es la llamada Paradoja de Jevons, planteada en 1865 por el economista William Stanley Jevons, y que dice así: a mayor eficiencia en el uso de un recurso, más crecerá su demanda. ¿Acaso la tecnología cuántica, que es mucho más eficiente, servirá para ahorrar energía o nos volveremos locos comprando ordenadores? ¿El coche eléctrico nos hará más eficientes y menos contaminantes o realmente multiplicará la demanda de electricidad?