Una de las noticias más relevantes de estas últimas semanas está siendo —la cosa parece que se va a prolongar un tiempo— la compra por parte de Elon Musk de la red social Twitter.

Muchos pensarán que si tienes una fortuna superior a los 200.000 millones de dólares (siempre me he preguntado cómo demonios se hace ese cálculo, pues creo que a partir de 1.000 millones ni siquiera el protagonista lo conoce, mucho menos aquellos que lo intentan calcular, y que me temo lo acaben haciendo a ojo de buen cubero) gastarte la quinta parte en la compañía del pajarito azul, es como cuando el ricachón del pueblo se encaprichaba de la primera modernidad que pasara delante de su hacienda y se lo comprara para su exclusivo deleite. Por otro lado, nada sorprendente: el esnobismo de los multimillonarios está ampliamente documentado.

Se han vertido literalmente ríos de tinta sobre las verdaderas intenciones del magnate tecnológico. Que si va a devolver a los usuarios el verdadero poder que han ido perdiendo con el paso del tiempo; que si va a hacer de la libertad de expresión la nueva propuesta de valor de la compañía; que si va a comenzar a cobrar a los que tienen más seguidores y por tanto son los más influyentes.

Incluso flota en el ambiente una interpretación verdaderamente alambicada sobre su supuesta y sagrada cruzada contra lo que se considera "políticamente correcto", es decir, de izquierdas.

En este mundo tan raro en el que vivimos, las tornas han cambiado tanto que lo que antes se consideraba políticamente correcto, y que siempre fue una cualidad claramente identificable de las viejas opiniones e ideas conservadoras, ahora resulta que hoy está vinculado a las ideas de izquierda.

La verdad es que las redes sociales otra cosa no, pero darle la vuelta al calcetín ideológico, lo han hecho de maravilla. En fin, lo cierto es que le hemos exigido y transmitido tantas ideas y sugerencias por todos los canales a Elon Musk que no me extrañaría que se acabe sintiendo como una especie de Mesías cuyo cometido es guiar a la Humanidad a la tierra prometida. Y lo peor de todo: cabe la posibilidad de que se ponga a ello.

Con todo, hay una hipótesis que nadie ha formulado y que podría llegarnos a sorprender sobremanera. No descarto que el objetivo final de Musk sea convertir de una vez por todas a Twitter en un bien público global. Ahora pensarán los lectores que el que esto suscribe está perdiendo el juicio, o que el viejo gen marxista-comunista se ha hecho fuerte en mi cerebro, pero dejen que desarrolle la idea un poco más. 

Bien público y privado

A los que hayan estudiado microeconomía todavía les sonará la teoría de los bienes públicos —no tengo tan claro que se sigan estudiando estas cosas en las universidades y en esos centros que dicen ser universidades— y no, no estoy hablando de los bienes y servicios que son propiedad del sector público y del Estado; más bien me refiero a una categoría de bienes que llevan implícitas en su valor intrínseco unas determinadas características que les hacen ser claramente diferentes de un bien privado.

La teoría clásica dice que un bien es público cuando no existe rivalidad en su consumo (es decir, el hecho de que yo consuma una determinada cantidad no implica que otro consumidor pueda estar al mismo tiempo consumiéndola sin menoscabo de la utilidad que le reporta), y la no posibilidad de exclusión a través de un precio (es decir, no hay forma técnica plausible que evite o excluya de su consumo imponiendo el pago de un precio, ni siquiera aunque eso fuera lo más eficiente).

En caso contrario, si hay rivalidad y existe la posibilidad de exclusión estaríamos ante cualquiera de los bienes privados que son comercializados en la economía.

Es cierto que hay muy pocos bienes públicos puros. Siempre se ha puesto como ejemplo el faro que guiaba a los barcos desde la costa (cuando aquel existía y cumplía una misión que hoy ha quedado ciertamente desbordada por los adelantos tecnológicos).

Pero es verdad que con el ingente desarrollo tecnológico esta segunda característica, la exclusión vía precio, puede que haya pasado a mejor vida o al menos, debiera ser reformulada, pues la omnipresencia tecnológica ha hecho ya factible excluir del consumo a cualquier tipo de bien, independientemente de su singularidad originaria.

La televisión como servicio era en origen un bien público puro y sin embargo la tecnología permitió con el tiempo restringir su consumo pagando por ello. A esta reflexión podríamos añadir que una parte importante de los servicios que se prestan en los modelos de negocio de plataforma, como es el caso de Twitter, se ofrecen de manera gratuita, al menos en su versión más básica, y no es porque no exista tecnología para restringir su consumo pagando por su acceso, sino por una decisión consciente. Estaríamos hablando, en definitiva, de bienes (o servicios) semi-públicos, y de esta forma Twitter podría ser catalogado dentro de esta categoría.

Antes de que alguien piense que estoy planteando que se cree una alternativa pública a Twitter, lo que sí es cierto es que las grandes plataformas han nacido en una época en la que los Estados han dejado de estar en la vanguardia tecnológica de las sociedades.

Los grandes avances técnicos siempre fueron financiados y muchas veces provistos por los Estados (recuerden que hasta hace muy poco las grandes compañías de electricidad, transportes, telecomunicaciones, etc. fueron públicas, debido sobre todo al gran volumen de inversión y costes fijos que hacían inviable la rentabilidad del capital privado en el corto y medio plazo).

Paradoja

Lo cierto es que debido al crecimiento de escala de los capitales privados en relación a los públicos, y también al enorme diferencial en inversión tecnológica e innovación, hoy en día no sería plausible su provisión pública, pensando, ahora sí, en la financiación estatal.

El segundo asunto relevante aquí sería que Twitter y otros servicios que comparten características con él tienen un ámbito de acción planetario. Y ahí es donde los Estados terminan perdiendo casi toda su capacidad de acción, puesto que las instituciones supranacionales o se muestran incapaces e incompetentes (véase Naciones Unidas, por no hablar de la inexistencia de un gobierno mundial) o su impacto territorial es bien limitado (Unión Europea).

La paradoja de encontrarnos frente a un bien semipúblico, al menos en su esencia, pero creado y provisto por una empresa privada hacen más comprensible la forma en que los usuarios se comportan dentro de la red; si lo analizamos en detalle podemos concluir que no es muy diferente a la relación que mantenemos con los servicios públicos que nos provee el Estado.

Se puede resumir con la siguiente aseveración: creemos tener derecho a usar Twitter. Si nos suspenden la cuenta, montamos un pollo como si el ambulatorio no nos quisiera dar la cita médica a la que creemos tener derecho.

Si nos agreden verbalmente en la conversación pedimos el amparo a la empresa, o gritamos al resto de tuiteros que vengan en socorro nuestro, como si estuviésemos llamando a la policía municipal porque unos vecinos nos estuvieran amenazando en la esquina de nuestra casa. Nos creemos depositarios de un cierto derecho a tener y usar Twitter, aunque luego despotriquemos contra él. Un observador con visión antropológica casi podría decir que el uso de Twitter es, en este sentido, muy mediterráneo.

Y, si lo piensan con detenimiento, es bastante lógico. Twitter se ha convertido en un ágora público, o mejor dicho, en uno de los ágoras donde nos expresamos, donde mostramos nuestras manías, nuestros hobbies, nuestras aficiones o vendemos nuestras productos y servicios. Cierto es que se trata de un ágora paralelo, como si habitásemos por unas horas al día en una segunda dimensión de nuestras vidas; de hecho, cada vez podemos observar que tiene un impacto importante en nuestra dimensión principal, en la vida real.

Pero si es una empresa y por tanto es un espacio privado (un club en el que de momento no nos cobran dinero por pertenecer a él, aunque sí se apropia de nuestros datos para dar sostenibilidad a su modelo de negocio), ¿por qué existe esa obsesión por su control, por la moderación de sus contenidos, y por la gestión de todo lo que ocurre ahí dentro?

Reconozcamos que es algo esquizofrénico impulsar regulaciones como el DSA para que las redes como Twitter moderen sus contenidos y al mismo tiempo seguir considerándolas como plataformas privadas. Si fuera un espacio público todavía se entendería.

Las verdaderas intenciones

¿Acaso hay que regular las conversaciones dentro de una familia, de una comunidad de propietarios, o de un club de petanca? ¿Está la conversación en Twitter más viciada que en la taberna, en el mercado, en el club de jubilados o en el ateneo de la provincia? ¿O es que su intrínseca naturaleza semi-pública exigiría otro modelo diferente? Algo chirría en todo este tinglado. Puede que lo poético case mal en estos mundos de las empresas tecnológicas, pero en este caso "el alma de Twitter anda descarriada en busca de su cuerpo cabal".

Debería extrañarnos que las fuerzas políticas auto-denominadas de izquierdas no hayan pedido todavía la nacionalización de Twitter, aunque en honor a la verdad tendría que ser una nacionalización mutualizada por parte de las decenas de gobiernos de países donde opera. Es otro de los signos más claros de nuestro tiempo: el capitalismo ha triunfado hasta sus últimas consecuencias.

La mejor forma de comprobarlo es como las cuentas de partidos y militantes marxistas (todavía quedan algunos) embadurnan sus comentarios tuiteros con viejas banderas con la hoz y el martillo. No me imagino una derrota más cruel para estas viejas consignas.

Yo es que no acabo de ver la jugada de Musk y probablemente eso demuestra lo poco que sé de negocios y de inversiones. Pero vamos, una red que cuenta con 340 millones de usuarios en el mundo y que en los últimos años contabiliza resultados contables negativos, salvo alguna anualidad, no parece un negocio con muy buenas perspectivas.

Y por eso todo el mundo está escamado sobre sus verdaderas intenciones. Al igual que nadie monta un periódico porque crea que es un buen negocio (aunque siempre se pretende que el agujero sea lo mínimo posible) nadie se cree que Musk esté pensando en sumar unas cuantas decenas de miles de millones a su ya abultada riqueza, ni tampoco que quiera hacer de superhéroe luchando contra el mal mundial que nos acecha en forma de desinformación o falta de libertad de expresión.

La tragedia de los comunes es bien conocida en la literatura económica: sucede cuando en presencia de un tipo de bienes públicos, los llamados bienes comunales, su consumo excesivo los pone en riesgo de desaparición, congestión o colapso, salvo que exista algún tipo de intervención pública.

El fenómeno del free rider acaba ejerciendo como un verdadero jinete del apocalipsis. Puede que la tragedia de este bien común global que es Twitter es que sea público (o semi-público) pero aún no lo sabe, ni él, ni sus usuarios, ni su nuevo magnánimo propietario. Esa metamorfosis —de Startup a bien público global—, y sus derivadas de gestión y de impacto social y económico, ni siquiera están contempladas en los manuales más vanguardistas de la gestión empresarial ni en los de la economía tradicional.