Todavía no recuperados algunos del subidón que les provoca el Mobile World Congress, con una constante e impostada mueca de perplejidad en el semblante, en el NANOclub de Levi casi tocaría asomarse al metaverso, ese mundo virtual interconectado en el que nos prometen que los usuarios de Internet podrán encontrarse, interactuar y comunicarse. 

Digo que “tocaría”, porque mucho de lo que anuncian los apóstoles del metaverso vendrá de la mano de la nanotecnología. Sin lo nano, no habrá verso. Vendrá, por ejemplo, de la construcción de dispositivos o sensores más eficientes y con mejor resolución para la realidad virtual o aumentada. O de nanobaterías que ayuden a prolongar la vida útil y a reducir la carga frecuente de los dispositivos.

La apuesta de Mark Zukerberg aprovecha la enorme ola levantada desde el imperio Facebook para que todo el mundo la quiera surfear. El último en tomar la tabla ha sido Telefónica que, con su propio Metaverse Innovation Hub, busca alimentar esta burbuja de aparente nuevo cuño. Y hay quien ya ve cierto paralelismo entre las promesas del mundo paralelo por el que Mark Zuckerberg lo apuesta todo y el que se anunciaba para la Nanotecnología.

En una de las bibilias del nanomundo, Engines of Creation: The coming era of Nanotechnology, K. Eric Drexler, un ingeniero del Instituto de Tecnología de Massachussets, alimentaba grandes esperanzas, pero también advertía de catastróficos peligros en un nuevo mundo construido a partir del diseño, creación, síntesis, manipulación y aplicación de materiales funcionales y sistemas a partir del control de la materia a nivel atómico y molecular.   

Drexler -como antes H.G, Wells, Isaac Asimov o Arthur C. Clarke- fue un precursor de lo que venía, con una virtud compartida con estos otros visionarios. Todos valoraron tanto las oportunidades como los riesgos de las tecnologías emergentes sobre las que investigaron y escribieron. Y esto sucedió mucho antes del metaverso y de que cualquier mortal aspirara a ser cripto millonario.   

En mi opinión, todos estos visionarios eran conscientes de que es prácticamente imposible pronosticar los detalles de las tecnologías del futuro más allá de 50 años. Simplemente, porque si el futuro asoma en nuestro campo de percepción, probablemente sea porque será más inmediato de lo que nos parece. Y, segundo, porque es imposible pronosticar cómo los cambios sociales afectarán al uso de esa tecnología. 

Es cierto, todavía no tenemos robots del tamaño de una molécula que viajan por el torrente sanguíneo y reparan el daño. O fábricas microscópicas capaces de producir nanobots autorreplicantes fuera de control y que se acaban cargando la biosfera alimentándose de materiales esenciales para la vida. Tampoco tenemos sensores que detecten virus en el aire antes de que lo inhalemos o computadoras cuánticas en el bolsillo. 

La plaga gris que anunció Drexler no ha llegado. Sin embargo, el cambio de paradigma en la electrónica está en marcha. Y una senda por la que transita es intentar copiar a la naturaleza para fabricar sistemas electrónicos que tengan el tamaño de los sistemas biológicos, el tamaño de las células vivas. Algo molecular. Y ahí asoma el nuevo mundo. Pero apenas se vislumbra. 

De ahí que constantemente lluevan las críticas a las predicciones de Drexler y al instituto que creó en 1986, el Foresight Institute de San Francisco para promover la investigación en Nanotecnología con programas algo presuntuosos como “Existencial Hope” y objetivos apocalípticos como pensar en una “eucatástrofe” existencial que acabe salvando al mundo a la manera en que Tolkien lo narraba en El Señor de los Anillos.

Parte de esa cara oscura del mundo que describió Drexler irá asomando en el uso que Rusia, de manera todavía imperceptible, estará haciendo de la nanotecnología en su despiadado ataque contra Ucrania y del que no podemos abstraernos. Distintos informes sitúan a Rusia junto a China, Reino Unido y, sobre todo EEUU, como uno de los países que más han invertido en la investigación sobre el uso defensivo y ofensivo de la nanotecnología en la guerra, algo que se esconde bajo la apariencia de una guerra calificada de “convencional”. No lo es. 

La relevancia de la nanotecnología para el ejército reside particularmente en su aplicación para mejorar las capacidades militares. Por ejemplo, reforzar la supervivencia de los soldados, con blindajes y ropa más ligeros, fuertes y resistentes al calor. O la mejora de los camuflajes, con revestimientos para hacer indetectables las aeronaves.

También la miniaturización de los dispositivos de comunicación o una mayor capacidad de generación y almacenamiento de energía, por poner algunos ejemplos de los que han asomado por el Instituto de la Nanotecnología para los soldados, financiado en el MIT por el Gobierno americano, en una estrategia que arrancó allá por el año 2000.

Actualmente no existe ningún tratado internacional que regule específicamente el uso de nanotecnología con fines militares o de otro tipo. No es de extrañar que exista desde hace más de una década un movimiento que presiona para que el Derecho Internacional Humanitario comience a regular esta cuestión.

Se le atribuye a un influyente general norteamericano la frase: “Lo que me mantiene despierto cada noche es pensar que nos vamos a perder el último avance tecnológico… Y que quizás nuestros enemigos ya dispongan de él”. Así es la guerra. También ésta. La de Putin.