Mis dos abuelos eran ferroviarios, como también lo es mi padre. Una larga estirpe familiar dedicada al tren que rompió el que suscribe estas líneas, pero que no se olvida por completo. Prueba de ello es que la semana pasada comparaba la potencial burbuja tecnológica con el desarrollo del ferrocarril en 1830. Y, este viernes, permítanme que vuelva a referirme a una serendipia relacionada con este modo de transporte.

No es ningún descubrimiento, ninguna sorpresa si les digo que las vías de tren son una forma de vertebrar países, de conectar territorios y extender posibilidades económicas a regiones dispersas. En España, sin ir más lejos, tenemos grandes ejemplos de la importancia de desplegar este tipo de infraestructuras de comunicaciones: desde los (ahora en decadencia) polos industriales ligados al carbón y el tren hasta los incrementos en el turismo y los negocios que ha traído consigo el AVE a cada ciudad a la que llegaba.

Sin embargo, una cosa es percibir una mejora clara a nivel económico una vez que un lugar se ve dotado de ferrocarril (tan obvio como lógico), y otra muy distinta es demostrar que algo tan elemental como esto puede suponer hasta una diferencia del 21,3% en el ritmo de innovación de un país entero durante un siglo.

Eso es lo que busca demostrar un working paper de Georgios Tsiachtsiras, doctorando de la Barcelona School of Economics. Su trabajo analiza la economía del conocimiento en la Francia del siglo XIX, con una conclusión clara: existe una relación directa entre el despliegue de vías férreas y el auge de la innovación. Lo hace mediante un estudio de los distintos cantones galos y cómo la llegada del tren impulsaba su actividad inventora y de patentes, por ejemplo. 

El estudio no es baladí. En 1850, apenas se contaban 22.978 patentes a cargo de inventores franceses. En 1902, la cifra ascendía a 285.597, incluyendo algunos de los avances científico-técnicos que seguimos usando a diario, como la pasteurización, la primera cámara de cine o la primera preparación del ácido acetilsalicílico (la conocida aspirina).

En paralelo, se producía la mayor expansión del ferrocarril en tierras galas: 45.000 kilómetros de vías férreas construidas entre 1860 y 1900; 56.000 si ampliamos las miras hasta 1930, cuando los automóviles tomaron el relevo como modo de transporte en ebullición.

El documento no deja, como digo, lugar a dudas: hay una correlación clara entre la distancia a las estaciones de tren y las patentes per cápita en esa región, constatada durante todas y cada una de las décadas en la segunda mitad de ese siglo. A mayor cercanía a estos polos de transporte, más tejido innovador. Y no, en este caso no parece haber una necesidad -al menos no inmediata- de transportar mercancías o de posibilitar industrias. Hablamos de conocimiento, no lo olviden.

La relación directa entre la distancia a las estaciones de tren y la actividad innovadora. Gráfico: Georgios Tsiachtsiras

La relación directa entre la distancia a las estaciones de tren y la actividad innovadora. Gráfico: Georgios Tsiachtsiras

Si el transporte desde una perspectiva logística no es el habilitador de esta economía innovadora, ¿cuál es? ¿Y cuál es el papel del ferrocarril en ello? La respuesta es, de nuevo, extremadamente sencilla: la movilidad ciudadana. Son las personas, ahora conectadas por menores tiempos de trayecto, las que llevan consigo estas ideas, las nuevas técnicas y las formas de trabajar o investigar en determinados terrenos. Y cuando estos sujetos, llegados de capitales -en este caso París- llegan a otros territorios, exponen y democratizan esas innovaciones... pero también inspiran y consiguen sinergias con la creatividad y el talento local.

Un aspecto esencial porque, en un país tan descentralizado como España, esta premisa resulta prometedora. Demuestra que, si conectamos los distintos polos de innovación a lo largo y ancho de España, podremos alcanzar cotas de crecimiento económico nunca antes vistas. También constata que sólo mediante esa colaboración se puede replicar un período de esplendor como el vivido por nuestros vecinos hace dos siglos. Y ya nos va tocando a nosotros protagonizar un capítulo tan brillante a hombros de la revolución digital.

Con una ventaja adicional: antaño la conexión de los distintos cantones dependía de desplegar vías férreas, pero ahora no hace falta construir nada sino cambiar nuestra mentalidad como colectividad.