Yago se ha levantado a las 7.15, y como de costumbre ha puesto la cafetera y ha arrancado su Apple: a las 8 una de coordinación, de 9 a 10.30 presentación de producto a una gran empresa y a las 11 webinario (se ha apuntado pero no sabe si finalmente se conectará); se ha reservado de 12 a 13 para sus cosas: leer informes, responder correos, evaluar solicitudes; vamos, para ponerse a lo suyo, pero ya tiene un cliente que le quiere adelantar la que tienen a las 13, al menos media hora; su plan corre otra vez el riesgo de quedarse en agua de borrajas, mejor abortarlo ahora, con tiempo (lleva dos semanas acumulando ese tiempo para él y ahora tendrá que doblarlo).

Come algo rápido frente al ordenador mientras ojea algunas webs de contenido dispar y para cuando quiere darse cuenta ya está otra vez en el circo: una solicitud que aceptó y no apuntó y que ahora le acecha; los vestigios de no pocos retrasos que se le acumulan a la tarde invernal que oscurece con rapidez y así, de pronto, Yago se ve al final del día sumido otra vez en una extraña quietud: satisfecho por haber cumplido con todos sus horarios a la par que un tanto inseguro. Después de hacerse unos vinos on line con unos amigos, su madre, ya ducha en la materia de dirigir a distancia, le corrige a través de la tableta la ejecución de su receta del pollo a la cerveza.

¿Será suficiente con la repetición y la multiplicación de la jornada de Yago? Más allá de las normas y de las recomendaciones, ¿no nos estaremos dejando en el tintero un drama colateral provocado por las excelencias proclamadas del teletrabajo? En el equilibrio se dan las virtudes ahora bien: ¿sabremos regular los ejes de la balanza cuando el debate sea en teletrabajar y no hacerlo?

La historia de un barrio cualquiera

Ya han cerrado todos. Los cafés y las librerías y las tiendas de ultramarinos y también los restaurantes. Las ciudades son más limpias y se escucha como nunca un silencio urbano que es rotundamente original: jamás antes en la historia de la humanidad se había oído algo parecido.

Por más que lo intentaron después de la crisis no hubo forma de hacer que la gente saliera de sus casas. Compraron software y se formaron en nuevas tecnologías, contrataron a jóvenes entusiastas, hicieron campañas de marketing y diversificaron sus negocios en la medida de sus posibilidades. No fue suficiente.

Los sociólogos lo explican ahora con suma facilidad y por eso ellos los maldicen en silencio: al acostumbrarnos a trabajar en casa se produjo un efecto evidente de carácter colateral, ya que tuvimos que construir un mundo en el que todo sucediera dentro de nuestros hogares.

Así, todo lo que pasaba fuera se fue marchitando y por más incentivos y ayudas que se dieron posteriormente nada pudo luchar contra el mayor cambio en la historia reciente del derecho laboral: exigimos tanto nuestro derecho a trabajar en casa que sin darnos cuenta destruimos el derecho de los otros a trabajar fuera con los efectos de nuestro movimiento.

Creatividad e inteligencia artificial

Menos mal que las empresas más poderosas pudieron hacerse con los algoritmos más potentes de la inteligencia artificial del mundo. Ahora tiran de ello para todo porque sus trabajadores y sus trabajadoras están encerrados en el sudoku de las ejecuciones. Han perdido su capacidad creativa.

Se pasaron tanto tiempo sujetos a la dictadura de sus horarios, sin tiempo para pensar, desconectados de la crítica y de la argumentación, privados de las soluciones de pasillo, de los rumores del ascensor; que ahora, cuando montan grupos de trabajo constructivos con la idea de diseñar un nuevo producto se dan de bruces con la realidad.

Y lo que ésta les devuelve es que Yago puede permanecer diez horas al día conectado a un ordenador de charla en charla, pero es incapaz de mantener la tensión creativa de una reunión más de dos horas seguidas. Para eso mejor tirar de tecnología. Cuidado.

Contradicciones y equilibrio

La defensa visceral del derecho a teletrabajar debería asomarse a la posibilidad de estar defendiendo la posibilidad de cercenar los derechos de los trabajadores de tu barrio a ganarse la vida. Si todos hacemos lo mismo, si nadie sale, se acabó todo.

No se trata de trabajar más o menos horas, tampoco de engañarse o escapar del control, la clave está en qué clase de trabajo queremos tener: el aislamiento tecnológico nos puede hacer menos creativos, seres socialmente menos capaces de dar respuesta.

Estoy convencido de que se pueden establecer sistemas equilibrados: por días, por tipos de trabajo, de acuerdo con las necesidades trabajadores/empleadores; flexibles, originales, inteligentes… No dejemos que esto se nos vaya de las manos.

***Fran Estevan es escritor y fundador de LocalEurope.