A los pocos días del estallido de la Guerra Civil, el conspirador Emilio Mola organizó en Burgos una Junta de Defensa Nacional que actuaría como nuevo Gobierno rebelde. Su primer dirigente fue el general masón Miguel Cabanellas, jefe de la Quinta División en Aragón y el de mayor rango de los siete oficiales presentes. Francisco Franco, el líder más importante de los golpistas —así se veía en las principales capitales europeas y así lo aseguraba el cónsul alemán en Tetuán—, no se unió a este organismo hasta el 3 de agosto de 1936.

A medida que se confirmaba el fracaso de la sublevación y emergía el escenario de una guerra sin cuartel, algunos altos cargos militares de los sublevados comenzaron a exponer la necesidad de concentrar la dirección estratégica y política en un mando único. El general Alfredo Kindelán, monárquico y amigo personal de Alfonso XIII, fue el primero que sugirió que Franco fuese el comandante general de las fuerzas rebeldes y regente temporal —creía que terminaría apoyando la restauración de la monarquía— en calidad de jefe del Estado, pero el futuro dictador rechazó la propuesta por considerarla poco apropiada y divisiva, según recoge el historiador Stanley G. Payne en 40 preguntas fundamentales sobre la Guerra Civil (La Esfera de los Libros).

La junta de generales se reunió el 21 de septiembre en un campo de aviación cerca de Salamanca. Además de Kindelán, otras importantes figuras apoyaban el nombramiento de Franco como la figura que encarnase el mando único: los generales Luis Orgaz y José Millán-Astray, el coronel Juan Yagüe o su hermano y secretario político Nicolás Franco.

El presidente de la Junta de Defensa, el general Cabanellas, pasa revista a una sección de Falange. BNE

Solo hubo una voz discordante en aquella sesión: la de Cabanellas, que optaba por una junta de tres generales para evitar la amenaza de una dictadura, a pesar de que consideraba que tarde o temprano las rencillas iban a estallar entre sus compañeros de generalato. "Aun reconociendo las cualidades militares de Franco, por haberle tenido a sus órdenes en África, recelaba que, una vez instalado en el poder, ya no lo abandonaría", relata Hugh Thomas en su monumental La Guerra Civil española (Debolsillo).

Franco, además de general victorioso en el sur, se revelaba ya casi como el único candidato a liderar la "cruzada de liberación" gracias al apoyo de los monárquicos: Calvo Sotelo, Sanjurjo, Primo de Rivera y Goded estaban muertos o fuera de juego; Mola era visto como un republicano por los monárquicos y no sentía ninguna simpatía por la Falange; Queipo de Llano y Cabanellas también se habían opuesto a José Antonio. Solo Franco se había mantenido políticamente neutral en el pasado. Además, como señala Enrique Moradiellos en Historia mínima de la Guerra Cvivil (Turner), Hitler y Mussolini, cuyo apoyo militar y financiero era inexcusable, habían apostado por el futuro dictador como su interlocutor en España.

Millán-Astray (c) y Nicolás Franco (d), en Salamanca en 1939. BNE

Aunque Cabanellas trató de evitar los efectos del voto del 21 de septiembre —según otra versión que cita Stanley G. Payne en La revolución española 1936-1939 (Espasa), Mola, como organizador del levantamiento, inicialmente recibió más apoyos que Franco, pero retiró su candidatura al ser tan solo general de brigada— Kindelán, Nicolás Franco y Yagüe continuaron haciendo fuerza para que su propuesta llegase a consolidarse. Se produjo entonces un hecho fundamental para recalcar lo conveniente del nombramiento de Franco: la liberación del Alcázar de Toledo.

La Junta de Defensa Militar volvió a reunirse en Salamanca el 28, al día siguiente de esta victoria más simbólica que efectiva. Kindelán leyó ante el resto de generales el decreto que él mismo y Nicolás Franco habían preparado. "En él se estipulaba que las fuerzas armadas quedarían subordinadas a las órdenes del generalísimo, que también ejercía las funciones de jefe del Estado mientras durase la guerra", relata Thomas. "Pero los generales reaccionaron con frialdad ante la propuesta. ¿Por qué razón sumar responsabilidades políticas a las militares?".

El general Mola en 1936

Cabanellas convocó entonces un receso para almorzar con la justificación de que era necesario un tiempo para valorar el decreto. "Luego, con una mezcla de halagos y veladas amenazas, cuyos pormenores no han quedado muy claros, Kindelán se salió con la suya", escribe el hispanista británico. El texto definitivo del decreto, publicado en el BOE el 30 de septiembre, se refería a Franco como "Jefe del Gobierno del Estado Español" (función político-administrativa) y "Generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire" (función militar-estratégica) sin límite de tiempo —se había eliminado la coletilla de "mientras dure la guerra"—, así como el encargado de asumir "todos los poderes del nuevo Estado".

A pesar de las reticencias, a Cabanellas no le quedó más remedio que firmar el decreto que designaba a Franco como generalísimo, pero no lo haría allí en Salamanca, de forma instantánea. Regresó a Burgos y solo plantó su firma en el papel tras mantener conversaciones telefónicas con Mola, que se mostró cauteloso, y Queipo de Llano, más hostil, aquella misma noche. Lo hizo creyendo que esa decisión era la mejor para el conseguir el objetivo fundamental: la victoria en la guerra.

Franco, en el funeral del general Mola en 1937. BNE

El 1 de octubre de 1936, en una ceremonia celebrada en la Capitanía General de Burgos, Cabanellas le traspasó los poderes a Franco. "Al tiempo que creaba la Junta Técnica del Estado para asesorarle y gestionar las tareas civiles administrativas, se autotitulaba "jefe del Estado" además de mantener la jefatura del gobierno transferido por la junta", cuenta Moradiellos en Franco. Anatomía de un dictador (Turner). Se iniciaba así el proceso de conversión de Franco en el representante absoluto y la personificación soberana de la autoridad y poder militar que habían regido desde el principio los destinos de la España insurgente sin cortapisa".

Desde el balcón del ayuntamiento de la ciudad de Burgos, Franco pronunció su primera alocución pública, en la que destripó los pilares de su gobierno: las urnas quedarían eliminadas, la Iglesia sería respetada, se fomentaría la independencia del campesinado, se revisarían los impuestos... También hizo un llamamiento exaltado al nacionalismo belicoso: "Podéis estar orgullosos, recibisteis una España rota y me entregáis una España unida en un ideal unánime y grandioso. La victoria está de nuestro lado". En los días siguientes, carteles del "caudillo", la versión española de führer o duce, comenzaron a aparecer por todo el territorio de la España sublevada, que proclamaban las excelencias de tener "un Estado, una patria, un jefe".

"Y así es como Franco gobernó a partir de entonces. No todos sus colegas militares estaban de acuerdo, pero, en medio de una desesperada guerra civil, obedecieron, aunque algunos seguían creyendo que la nueva dirección sería solo temporal", relata Payne. Claramente, se equivocaban: tras ganar la contienda, solo la muerte expulsó al dictador de su posición.