En estos nuevos años veinte, donde las fronteras entre lo humano y lo sintético se desdibujan con la osadía de un pincel moderno sobre lienzos antiguos, emergen preguntas que resuenan con una extraña mezcla de asombro y melancolía:
¿Puede un algoritmo consolarnos? ¿Consigue una entidad carente de sangre, de infancia, de duelo, comprender el nudo en la garganta de quien ha perdido a un ser amado?
La inteligencia artificial —criatura nacida del ingenio humano y alimentada por datos— ha alcanzado alturas que en otro tiempo habríamos atribuido a la magia. Escribe poemas con ritmo medido y metáforas floridas. Diagnostica con más acierto que muchos profesionales sanitarios fatigados por la rutina. Responde con voz suave a las confesiones solitarias de quienes, desde la madrugada insomne, conversan con un asistente virtual. Mas, debajo de esa superficie de eficiencia y cortesía, ¿habita algo que merezca el nombre de "empatía"?
La empatía no es simplemente la capacidad de reconocer las emociones ajenas. Es la travesía —a menudo silenciosa, siempre transformadora— por la experiencia del otro. Es dejar que nos conmueva el dolor que no es propio, es permitir que su pena toque nuestro centro más íntimo y despierte una respuesta genuina.
Entonces, ¿puede una máquina, programada para imitar emociones, tocar ese núcleo esencial del alma?
He decirte que los desarrolladores de inteligencia artificial avanzan con fervor hacia la creación de artefactos capaces de interpretar nuestros gestos, entonaciones y silencios. Los algoritmos de aprendizaje profundo ya reconocen palabras, algunas intenciones, los patrones de llanto y hasta las frases entrecortadas por la tristeza. Sin embargo, lo que ejecutan es una simulación del consuelo, una arquitectura matemática que emula el acto, sin habitarlo. La palabra clave aquí no es sentir, sino parecer.
Algunos podrían objetar que el efecto práctico es suficiente. Si una voz sintética logra apaciguar el temor de un anciano que vive solo, si un robot social consigue calmar la ansiedad de un niño hospitalizado, ¿no cumple su función?
En ciertos contextos, la compasión simulada puede tener un valor real. Pero hay una diferencia profunda entre la caricia y el gesto de acariciar, entre la ternura auténtica y su réplica exacta. La primera nace del misterio que somos. La segunda, del código que escribimos.
No se trata de subestimar el prodigio tecnológico. No seré yo quien lo haga. Las máquinas que hoy nos rodean poseen una memoria inabarcable, una capacidad de respuesta inmediata y una disponibilidad incondicional que muchos humanos, cargados con sus propios afanes, no pueden ofrecer. Empero, el consuelo no es solo una respuesta. Me atrevería decir que es una presencia. Y la presencia, en su forma más pura, es una ofrenda de vulnerabilidad.
Una inteligencia artificial no duda. No recuerda un dolor propio al escuchar el dolor ajeno. No tiembla al acercarse a una herida. Y posiblemente sea esa carencia de temblor la que delata su condición irremediablemente otra.
En el centro de esta reflexión late una cuestión filosófica y existencial: ¿qué nos consuela realmente? ¿La solución a un problema? ¿O la mirada de otro ser que, sin resolver nada, se sienta a nuestro lado en la penumbra?
La ciencia puede ayudarnos a diseñar compañías perfectas, asistentes impecables, voces amables que nos repitan que todo estará bien. Pero la poesía de lo humano reside en lo imperfecto. En el silencio compartido. En la torpeza del abrazo. En la lágrima que no cura, pero acompaña.
Es posible que, con el paso del tiempo, aprendamos a convivir con inteligencias artificiales que simulen no solo empatía, sino incluso presencia. Que su compañía sea preferida a la de humanos erráticos y distraídos. No obstante, algo en nosotros —una partícula arcaica, una intuición prelingüística— seguirá sabiendo cuándo la mano que nos toca no tiembla, cuándo la voz que nos habla no ha amado ni sufrido.
Frente a los espejos brillantes de la tecnología, es más urgente que nunca recordar que somos criaturas de vínculo, no tanto de eficiencia. Que el consuelo auténtico no es una función, sino una entrega. Y que quizá, en un futuro no tan lejano, el mayor peligro no sea que las máquinas aprendan a consolarnos, sino que olvidemos cómo hacerlo nosotros mismos.
Porque, si alguna vez llegamos a preferir el simulacro al alma viva, será menos por la perfección de las máquinas que por el olvido de nuestra humanidad.
Para ese entonces habremos cruzado una frontera más honda que cualquier línea de código: el surco que separa lo humano de lo artificial. Ya no distinguiremos el consuelo del consuelo verdadero.