Últimamente en las redes sociales, en los medios de comunicación, en la panadería y en el bar, podemos leer y escuchar como a Vladimir Putin se le califica de loco, enfermo mental, pirado, psicópata y sociópata. Así mismo, todo hijo de vecino le diagnostica trastornos varios que varían en función del analista, opinólogo o todólogo de turno.

En estos tiempos en los que no callan ni debajo del agua los adeptos del “opino de que”, como diría Carlos Herrera, y los licenciados en la universidad de la vida, las charlas y debates del país giran en torno al análisis psicológico de Vladimiro. Porque Vladimiro ya es uno de los nuestros. Ya forma parte de nuestra cotidianidad española.

En la actualidad son varios los expertos en el comportamiento humano que han salido en diversos medios de comunicación haciendo un perfil psicológico del mismo y que han defendido con vehemencia su perfil patológico. Entre todos, se escuchan muchas voces sabias, sensatas, además de fundamentadas, de expertos de la talla del Dr. Luis Rojas Marcos o del Dr. Enrique Rojas, por citar algunos ejemplos.

Luis Rojas Marcos, desde la ecuanimidad y sabiduría que le caracterizan, expresó en una conocida cadena de televisión, cuando le preguntaron acerca de si nuestro Vladimiro estaba loco, lo siguiente: “Pues mire usted, yo no le conozco, así que no puedo emitir un diagnóstico”. Al fin, alguien sensato.

Las personas que padecen experiencias de salud mental en primera persona son víctimas de discriminación y violencia

A menudo, es difícil para la mente humana entender la brutalidad si no es desde la locura. Las personas que padecen experiencias de salud mental en primera persona son, con mucha más probabilidad, víctimas de discriminación y violencia que no perpetradores. Menos del 1% de los delitos son cometidos por personas con problemas de salud mental.

El mal existe de forma independiente a la locura.

En Netflix hemos podido ver Cómo convertirse en un tirano, el documental que retrata en clave de humor todos esos rasgos comunes a los grandes dictadores. Desde la seducción del pueblo con promesas de gloria, apelando a sus orígenes míticos y a la construcción de un enemigo exterior que lo aglutine, hasta la imposición de represalias sanguinarias a los opositores, pasando por el control de los medios de comunicación, el adoctrinamiento y la creación de campos de exterminio o gulags.

Nada de todo esto es locura. Es maldad. Libre, fría, consciente, planificada y voluntaria. Megalómana, mesiánica y narcisista seguramente. Pero no locura, sino pura maldad.

La filósofa Hanna Arendt acuño el término de la banalidad del mal, al constatar que los malvados no siempre comparten la grandiosidad carismática del líder autocrático. La maldad a menudo es estúpida y mezquina, sin más.

Durante el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, se pudo constatar cómo la obediencia debida era el argumento que se esgrimía para justificar las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial.

El exterminio de seis millones de judíos, de personas con discapacidad y enfermedad mental, de gitanos, homosexuales y disidentes políticos no sólo fue causado por los capos nazis que obedecieron a Hitler. Quizás muchos de ellos incluso disfrutaron al llevar a cabo ese trabajo.

Para poder ejecutar la barbarie, además, fue necesario la complicidad de los que obtuvieron beneficio al adquirir los bienes de los judíos a bajo precio; los que delataron a sus vecinos a la Gestapo y observaron cómo se los llevaban, escondidos detrás de los visillos de su salón; los que sin hacer nada malo condujeron trenes, cavaron fosas y clasificaron pares de zapatos o gafas y raparon cabelleras.

También los que, con su silencio cómplice, simplemente miraron hacia otro lado, porque aquellas columnas humeantes que salían de las chimeneas de los campos no iban con ellos.

Cuando se construye un enemigo y se le despoja de todo aquello que lo hace humano, se inhiben los mecanismos cerebrales de la empatía

Hoy ese señor de la guerra se llama Vladimir Putin y, como a aquellos otros, le atribuimos locura porque no podemos entender la fiereza de tanta destrucción de vidas humanas inocentes. Civiles. Mujeres y niños en hospitales, escondidos en los túneles del metro y en centros comerciales de un país que quería ser occidental.

Cuando se construye un enemigo y se le despoja de todo aquello que lo hace humano, se inhiben los mecanismos cerebrales de la empatía, necesaria para la compasión, para la identificación con el otro y para establecer con él vínculos de afecto. Y se abre paso a su aniquilación.

En el Holocausto hubo también héroes que con los años han sido reconocidos por el Estado de Israel como “justos entre las naciones”. Ellos, aun arriesgando sus vidas, salvaron a miles de judíos de la muerte. No tenían en común ni su religión, ni su nivel cultural, ni su nivel económico o educativo.

Lo que tuvieron en común fue su capacidad de pensamiento crítico, independiente de las expectativas sociales, y su educación basada en la tolerancia y la aceptación del diferente, así como unas fuertes convicciones morales de responsabilidad con el bien común.

Mientras vemos cómo Ucrania sucumbe ante las bombas y, una vez más en la historia, Europa se la juega, son los valores europeos de la convivencia, los derechos humanos, la cooperación entre los ciudadanos y la tolerancia lo que está en juego.

Solamente el pensamiento crítico, la educación basada en la tolerancia, la capacidad para ir en contra de las expectativas sociales cuando estas avalan la destrucción moral, podrán salvar a Ucrania, a la sociedad rusa, a Europa y al mundo.

*** Blanca Navarro es doctora en Psiquiatría, coordinadora CSMA Granollers y profesora Medicina UIC. Alejandra Sánchez Yagüe es CEO de Mindtraining y profesora invitada de la UDIMA y de la UB.