La Tierra del Hambre que engulle al mundo. El año que se nos cayó la venda (IV)

La Tierra del Hambre que engulle al mundo. El año que se nos cayó la venda (IV)

Historias

El calor extremo siembra la próxima crisis del hambre. El verano que se nos cayó la venda (IV)

Los fenómenos extremos que trae consigo el cambio climático cambiarán, por fuerza, el mapa mundial de los cultivos en el medio plazo.   

6 septiembre, 2022 02:57
Irene Asiaín Bienvenido Chen Cristina Pita Lina Smith

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Los campos de cultivo son auténticos reflejos de los caprichos del clima. Su cara más seca, su rostro más húmedo o su aspecto más extremo se traduce, sin delicadezas, en una buena cosecha o en un impacto que puede generar problemas en la red del suministro mundial de alimentos. El tiempo está cambiando y sus efectos sobre los recursos básicos son cada vez más devastadores.

El ejemplo más claro se ha presentado este año en regiones como Europa. La sequía, el calor y la falta de lluvias que lleva sufriendo estos últimos meses el continente ha machacado gran parte de los cultivos. La mayoría de agricultores ya están produciendo por debajo de los costes de producción. 

De acuerdo al Observatorio Europeo de la Sequía, al menos el 64% del territorio se encuentra en situación seca. Esto implica –entre otras cosas– que en cultivos de cereales, por ejemplo, pueda experimentarse una caída en su rendimiento de hasta el 80%. Esto ocurre, sobre todo, en países como Francia, España, Rumanía, Portugal, Italia y algunas zonas de Alemania, Polonia, Hungría, Eslovenia y Croacia. 

Al mismo tiempo, otras dos grandes economías como son Estados Unidos y China sufren estos mismos efectos por el clima extremo. La falta de agua interfiere en los sistemas de riego, paraliza la producción y, al igual que en territorio europeo, impacta directamente sobre los campos de cultivos y, en definitiva, sobre los precios de los alimentos y la inseguridad alimentaria.

La India, el pasado marzo, protagonizó uno de los peores episodios al respecto y mantuvo en alerta a un mundo con los ojos puestos en la invasión de Ucrania. De pronto, el segundo mayor productor de trigo comunicó que iba a restringir las exportaciones por los efectos en sus cultivos de una ola de calor extrema, la mayor vivida aquel mes en 122 años. Las temperaturas, muy superiores a los 30 grados, abrasaron las cosechas y redujeron su rendimiento en torno a un 20%.

La paradoja del clima no acaba aquí. Mientras unos sufren la desidia de ver convertidos sus campos en un pajar, otros comprueban cómo se inundan tras la llegada de lluvias torrenciales. Ha ocurrido este verano en Pakistán. Allí, tras sufrir episodios de calor de récord, las precipitaciones monzónicas –10 veces más intensas de lo habitual– dejaron a su paso más de 1.000 fallecidos y a más de un tercio del país sumergido.

“Si hay alguna actividad productiva que dependa directamente del clima y de su variabilidad, esta es sin duda la agricultura”, comenta Rosa Rivero, investigadora científica en el Centro de Edafología y Biología Aplicada del Segura (CEBAS-CSIC). Explica que temperaturas extremas como las que hemos vivido este verano llevan a la inhibición del crecimiento de cualquier cultivo, a la vez que provoca la proliferación de malas hierbas y de plagas.

Cuando estas temperaturas se producen de manera temprana e intensa, como ha ocurrido este año en gran parte del mundo, esa situación “conlleva a un aborto de las flores, con lo cual la producción final se ve seriamente dañada”, asegura Rivero. Todo está conectado. La crisis de biodiversidad por la que atraviesan especies de polinizadores como la abeja también repercute en los cultivos, porque pueden llegar a aumentar su rendimiento hasta un 25%.

El panorama no parece mejorar en un contexto de cambio climático. Todo lo que explica Rivero corre el riesgo de solaparse con olas de calor intensas y duraderas en el tiempo y con la necesidad por parte de los agricultores de tener que regar con aguas de muy baja calidad (salinas) por escasez o por no tener acceso a otro tipo de recurso. “El efecto sobre la producción final de nuestras cosechas es absolutamente catastrófico”, apunta la experta.

Como apunta Zitouni Ould-Dada, director adjunto de la División de Clima y Medio Ambiente de la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO) en Roma, los efectos perniciosos del clima “los estamos viendo ya”. En este escenario, hay agricultores que se plantean cada día si cambiar de cultivos o abandonar el campo.

Es el caso de Joaquín Vizcaíno, viticultor de Albacete, que este año ha visto reducida su cosecha en más de un 20% por los golpes del calor. “Los viñedos no aguantan tanto plantados como en el pasado. Antes duraban entre 40 o 50 años y ahora a los 25 años hay que renovarlos por tema de rendimiento”.

Cómo cambia el mapa mundial de los cultivos

El clima, igual que está impactando ahora sobre el rendimiento de los cultivos, en el medio plazo, también acabará cambiando el mapa mundial de los alimentos. De acuerdo a las previsiones del último informe del Panel Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas, los escenarios que plantea el calentamiento global son distintos a los que hemos conocido hasta ahora.

Las regiones del norte experimentarán veranos más cálidos y secos e inviernos más húmedos, además de un aumento del nivel del mar. “Esto dará lugar a estaciones de crecimiento de los cultivos más prolongadas en el tiempo, pero también un mayor riesgo de inundaciones”, comenta Rivero.

Regiones mediterráneas como España, sin embargo, serán las más afectadas por altas temperaturas y por la disminución de precipitaciones. En este sentido, veremos una disminución en la superficie de suelo apta para el cultivo, no solo por las condiciones climáticas adversas, sino por el aumento de la erosión y la pérdida de calidad de los suelos y del agua como consecuencia de los eventos extremos de lluvia. 

Son escenarios que pueden volverse cada vez más perceptibles en las próximas décadas. Como explica la investigadora del CEBAS-CSIC, “se producirán cambios en la localización y productividad de los cultivos”, por lo que “los países más fríos pasarán a ocupar el papel agrícola que hasta ahora estaban desempeñando los que tienen un clima mediterráneo”.

La literatura científica al respecto es amplia. Además de las conclusiones emitidas por el IPCC, se han publicado estudios que cuantifican la bajada que podemos experimentar en la producción de cultivos en el corto plazo. El publicado hace apenas un año por la NASA en Nature Food prevé en 2030 que el maíz o el trigo experimenten una caída del 24% y el 17%, respectivamente. 

Y todo debido a los aumentos proyectados en la temperatura, los cambios en los patrones de lluvia y las concentraciones elevadas de dióxido de carbono en la superficie de las emisiones de gases de efecto invernadero causadas por el hombre. Es la pescadilla que se muerde la cola.

Ante este escenario, las alarmas de los expertos se centran en el fomento de acciones que contribuyan a reducir e incluso eliminar en 2050 las emisiones a la atmósfera, además de medidas de adaptación al cambio climático. Entre las cuestiones más urgentes está el riesgo de desertificación que existe en gran parte del mundo.

La Convención de la ONU de lucha contra la desertificación (UNCCD) –en su informe más completo hasta la fecha al respecto– alertó este año del riesgo que existe ya en la degradación de la tierra. Una cuestión sobre la que influyen tanto los efectos adversos del clima extremo como el mal uso que se le da al suelo, que continúan provocando erosión y una disminución de su fertilidad.

“Una superficie desertificada es un terreno incultivable”, asegura Marta Rivera, profesora de investigación del CSIC en el centro mixto INGENIO (CSIC-UPV). La investigadora pone de ejemplo a España, donde –sobre todo en el sureste peninsular– tenemos “tierras altamente degradadas que aún son recuperables”.

No obstante, el riesgo es muy alto. Según los datos que ofrece el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO), al menos el 74% de nuestro territorio puede convertirse en un auténtico desierto. Ante esta situación, hay opciones que pueden mitigar los peores efectos del cambio climático.

Como insiste Rivera, todo tiene que ver con los manejos para regenerar el suelo y recuperar su fertilidad, pero “hace falta un cambio de enfoque” hacia un concepto más agroecológico. Esto es aplicando estrategias para reducir la evapotranspiración, generalizar los policultivos o integrar sectores como la ganadería y la agricultura.

“Está claro que los efectos del cambio climático afectarán de una u otra manera a todos los cultivos”, comenta Rivero. Para ella, “la correcta adaptación de los cultivos y el aumento en la resiliencia de los mismos al clima reinante resultan fundamentales para hacer frente al futuro incierto de muchas plantaciones”.

La investigadora del CEBAS-CSIC cita los informes recientes facilitados por la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura (FAO), para señalar que el impacto del cambio climático será más pronunciado sobre cinco cultivos importantes a nivel mundial, como son el arroz, el trigo, el maíz, la soja y el cacahuete, por ser de los más sensibles a los cambios ambientales. 

“La adaptación de nuestra agricultura al cambio climático se hace cada vez más presente en la agenda de, no solo nuestros agricultores, sino también de los investigadores y políticos. Todos ellos conocedores de que el cambio climático es real y amenaza con socavar nuestra economía y, más aún, la base de nuestra alimentación”, lamenta Rivero. Y es que los impactos van más allá del ritmo de producción o del cambio en los cultivos.

Una ‘pandemia’ silenciosa

El gran desequilibrio que existe entre la producción agrícola mundial y el número de personas con una alimentación insuficiente es una pandemia que recorre nuestro mundo desde hace mucho tiempo. A pesar de que, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), se producen alimentos suficientes para alimentar a toda la población mundial, millones de personas siguen pasando hambre cada día. 

Según el último informe anual publicado por la FAO en 2022, se estima que entre 702 y 828 millones de personas en el mundo se enfrentaron al hambre en 2021; esto es, entre el 8,9% y el 10,5% de la población mundial. Mientras en países desarrollados como Estados Unidos, las personas consumen una media calórica al día de 3.782 calorías, en otros países como la República Centroafricana, la ingesta calórica media diaria es de solo 1.786 calorías, es decir, menos de la mitad. 

El IPCC proyecta que, para el año 2030, habrá 250 millones de personas en África que pueden experimentar un alto riesgo hídrico. Y como resultado, “esto hará que se desplacen 7 millones de personas”, explica Ould-Dada. Muchos de ellos acabarán subidos en pateras con dirección a Europa. 

Si a todo esto le sumamos el cambio climático y la pérdida de rendimiento de los cultivos, el desafío que se nos presenta es de una magnitud colosal. Paradójicamente, explica Eckart Woertz, investigador asociado del Barcelona Centre for International Affairs (Cidob), los países que más se han visto afectados son los que se encuentran en el cinturón tropical del mundo. 

“Son los que menos han contribuido al cambio climático, pero que ahora se están viendo más perjudicados en términos de desertificación y en cuanto a fenómenos extremos como está ocurriendo ahora en Pakistán”, cuenta el también director del Instituto de Estudios de Oriente Medio (IMES) en el Instituto Alemán de Estudios Globales y de Área GIGA en Hamburgo. 

Sin ir más lejos, a principios de este año, la ONU declaró la crisis alimentaria en Madagascar como la primera hambruna inducida por el cambio climático. La peor sequía de los últimos 40 años en el sur del país ha puesto a más de un millón de personas en una situación de vulnerabilidad extrema. 

Muchos expertos consideran que, además del cambio climático, se han conjugado otros factores como la deforestación y varias décadas de mala gobernanza. Sin embargo, la crisis en la cuarta isla más grande del planeta es un aviso a navegantes, es la señal de que algo tiene que cambiar. 

Acabar con estas situaciones será todo un desafío en el futuro, sobre todo para 2050, año en el que se espera que la población mundial alcance los 10.000 millones de personas. Para entonces, según estimaciones de la ONU, la demanda mundial de alimentos habrá aumentado un 50%. “Incluso sin cambio climático, es necesario realizar mayores inversiones en ciencia y tecnología agrícola para cubrir la creciente demanda”, cuenta Rivero. 

Si no se abordan los cambios necesarios, señala Woertz, un peligro adicional que se nos puede presentar es que los países decidan adoptar medidas de proteccionismo alimentario para poder garantizar su propia seguridad alimentaria. Esto, “podría ser un problema bastante grande para los países que dependen de las importaciones masivas como los países de Oriente Medio y también algunos de África”, añade el analista internacional. 

El equilibrio ante el 'boom' de población

El cambio climático plantea una amenaza creciente para poder alimentar a todas las personas del mundo, pero alimentar a la humanidad también contribuye a la crisis medioambiental. Es un proceso que se retroalimenta: “El cambio climático afecta a la agricultura y la agricultura afecta al cambio climático”, asegura Ould-Dada. 

Por un lado, los impactos del calentamiento global se están volviendo cada vez más evidentes. Temperaturas más altas, alteraciones en los patrones de precipitación, el aumento del nivel del mar y la creciente frecuencia e intensidad de los fenómenos meteorológicos extremos están reduciendo ya la productividad agrícola e interrumpiendo las cadenas de suministro globales. 

Por el otro, según estimaciones del Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias (IFPRI por sus siglas en inglés), los sistemas alimentarios contribuyen con más de un tercio de las emisiones globales de gases de efecto invernadero responsables del cambio climático, además de generar degradación ambiental, incluido el deterioro de recursos hídricos y pérdida de hábitat de la fauna. 

Asimismo, advierte Sara Ibáñez, doctora ingeniera agrónoma, profesora de la UPV y experta en suelos, si con el cambio climático las condiciones ambientales aceleran el proceso de mineralización de la materia orgánica del suelo y perdemos suelo por erosión, puede darse un efecto pernicioso triple. “Además de no fijar CO2 atmosférico, se libera el que estaba secuestrado en el suelo y perdemos capacidad de producir alimentos”, indica. 

Lograr el equilibrio será fundamental para cambiar la dinámica autodestructiva. De hecho, para Ould-Dada, los propios cultivos pueden ser una importante solución para la crisis climática. “A través de la agricultura, podemos secuestrar carbono en los suelos, podemos promover soluciones basadas en la naturaleza para reducir emisiones y nos puede ayudar a adaptarnos a los impactos del cambio climático”, explica. 

Históricamente, la conversión de praderas y áreas forestales en terrenos agrícolas (y ganaderos) ha resultado en una gran pérdida de carbón del suelo. Sin embargo, la FAO señala que “existe un potencial fundamental para incrementar el contenido de carbono del suelo mediante la rehabilitación de suelos degradados y la amplia adopción de prácticas de conservación del suelo”. 

Esto se haría, explica la profesora Rivera, a través de un enfoque agroeconómico. Algunas de las opciones que plantea serían los policultivos, las estrategias para mezclar la ganadería y la agricultura o los acolchados verdes. La clave se encuentra en mantener la materia orgánica del suelo. 

“Con la ganadería extensiva, lo que ocurre es que los animales comen la planta donde está el carbono, luego las defecan, esas heces se convierten en abono para el suelo y permiten el crecimiento de las plantas”, indica la experta. Y añade: “De esta manera, se va cerrando el ciclo y se va manteniendo el carbono en el suelo”. 

La adaptación de la agricultura y la ganadería al cambio climático es compleja por su propia naturaleza, ya que, según señala Salvador Calvet, doctor ingeniero agrónomo, profesor de la UPV y experto en cambio climático, está directamente expuesta a sus efectos directos (calor, sequía…) e indirectos, como, por ejemplo, la transmisión de plagas y enfermedades

Por ello, indica Rivero, es necesario realizar una mayor inversión en la investigación agrícola, la eficiencia del riego, la infraestructura y las vías rurales para mejorar la productividad y que a la vez pueda ayudar a los agricultores a adaptarse al cambio climático. 

Esto es, centrar los esfuerzos en implementar medidas que ayuden a fomentar medios de vida rurales que sean más resilientes ante la variabilidad y los desastres climatológicos. “Es necesario reconocer que las mejoras a la seguridad alimentaria y la adaptación al cambio climático van unidas”, señala la investigadora.

En todo caso, para los expertos consultados por EL ESPAÑOL, los cambios no pueden esperar. Estamos viendo ya los impactos del cambio climático en la agricultura y la ganadería.“Puede ir a peor y eso solo se puede parar tomando las acciones necesarias para reducir las emisiones y transformar por completo el sistema agroalimentario”, advierte Ould-Dada. 

El mundo ha cambiado y necesitamos acelerar nuestra respuesta para que no empeore la situación que ya tenemos. Frenar el cambio climático y alimentar a 10.000 millones de bocas es posible, pero es necesario pasar a la acción. “Tenemos que repensar el sistema agroalimentario para ver cómo podemos hacerlo mejor”, concluye el director adjunto de cambio climático de la FAO. 

Fuentes de las imágenes: Reuters, Gtres