Fernando Carrillo Flórez
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Las múltiples amenazas que se cernían sobre la democracia de manera latente, oculta o débilmente, se han convertido en los últimos meses en realidades actuales. Son preocupantes porque, bajo diferentes signos de autoritarismo, atacan con fuerza la esencia de los valores y los principios que no son solo occidentales, sino también universales.

Llegó a creerse que los principios y los valores de este sistema político se daban por arte de magia o se producían de forma silvestre. Y la verdad es hay que cultivarlos, pues la democracia no es una realidad conquistada, un hecho cumplido o una circunstancia dada.

De otra parte, ante la forma poco pudorosa de hacer hoy la política, muchos se han empecinado en endilgarle estas culpas a la democracia. Así, dicha forma de gobierno se ha convertido en el chivo expiatorio de la mala política y los políticos dañinos.

La educación para la democracia y sus valores y la cultura política son vertebrales, además de una fuente de capital democrático. Esta es la esencia del sistema inmune de este sistema político, los mínimos que permiten la convivencia social y que deben estar en las conversaciones diarias de quienes saben lo que pueden perder cuando alguien decide poner en riesgo dicho sistema.

Además, esos mecanismos de defensa del ecosistema democrático parten del sistema educativo, que hoy se encuentra cada vez más ausente de ese compromiso.

Debido a esto, los grandes desafíos de esta forma de gobierno, hoy tan asediada y vilipendiada por muchos, guardan una relación muy estrecha con los propios desafíos de la educación. Si bien hay principios y valores absolutos irrenunciables que forman parte del alma de la democracia, ella misma debe tener la capacidad de renovarse y adaptarse a los retos generacionales, tal y como sostiene John Dewey (1916).

Por ejemplo, los mecanismos de la democracia participativa y deliberativa, como complemento de la representativa, deben ser el producto de una cultura y pedagogía ciudadanas que no puede construirse de la nada.

Por tanto, es necesaria una conversación preventiva sobre los peligros del autoritarismo populista, hoy de moda, que aborde desde la pedagogía de los valores públicos esenciales la vida en comunidad.

Esto va a permitir generar consciencia política en la sociedad, por ejemplo, sobre lo que significa el recorte de las libertades públicas, las violaciones de los derechos fundamentales, las nuevas desigualdades y el despotismo populista, así como de los desafíos tecnológicos, los fanatismos mesiánicos, los extremismos de la izquierda y la derecha, el desprecio y el aplastamiento de los más débiles o la aporofobia, tan bien acuñada por Adela Cortina (2017).

La primera línea de defensa de la democracia debería ser los jóvenes que hoy no la sienten como algo propio. Porque, teniendo en cuenta cómo se hace la política, las nuevas generaciones perciben que este sistema político no cambia las cosas, no mejora sus vidas ni abre el camino a un mejor futuro (Latinobarómetro, 2024). De este modo, para ellos la política es un lastre repudiable y vulgar que arrastra consigo a la democracia.

Imagen diseñada por la OEI en Colombia.

Imagen diseñada por la OEI en Colombia.

Defender la democracia debe ser un imperativo de los jóvenes. Esta no se encuentra garantizada y hay que conquistarla todos los días.

Al igual que en el pasado, las nuevas generaciones están llamadas a ser la barrera protectora contra quienes invocan contrarreformas extremistas o populistas y pretenden perpetuar la política del oscurantismo, la corrupción, las redes clientelistas, el tráfico de influencias, los partidos de papel, la corrupción y la concentración de poder.

Por ello, los programas de formación ciudadana y de liderazgo en la defensa de las instituciones democráticas son el semillero ideal para edificar mecanismos de contrapeso ante las decisiones que se fundamentan en el descrédito de este sistema político como herramienta de bienestar.

Incluso llega al punto de considerar que este sistema estorba al líder autoritario, o simplemente es prescindible por su desconexión con la ciudadanía, lo que lo convierte en una promesa incumplida. Para evitarlo, la ciudadanía no solo debe estar educada en las competencias tradicionales, sino que tiene que estar bien informada, con rigor y profesionalismo.

Bien se ha dicho que vivimos en el mundo de la desinformación, y de la proliferación de la mentira, como elementos ligados de manera indisoluble a un poder tecnológico sin límites éticos que se está imponiendo. En ese sentido, asistimos como espectadores a la consolidación de unas tiranías digitales que se consolidan sin reato alguno.

Hoy está claro que se puede desarrollar cierta tecnología para identificar contenidos desinformativos, pero lo verdaderamente transformador es la educación. Que la gente sepa, por ejemplo, que las grandes plataformas basan, en esencia, su negocio en la interacción con los usuarios, que los contenidos falsos y de odio la aumentan, y que por ello hay que enseñar a distinguir y a contrastar las fuentes y los medios.

Todo esto debe ser parte del catálogo de la defensa de la libertad de prensa en un marco de educación para la democracia que ponga más énfasis en la autorregulación, los controles de calidad y la transparencia. Y no, esto no constituye, como dicen algunos, una restricción a la libertad de expresión, que siempre debe estar iluminada por la verdad.

Imagen de Shutterstock cedida por la OEI.

Imagen de Shutterstock cedida por la OEI.

También los desafíos de la tecnología, y en particular los de la inteligencia artificial generativa, se insertan en este difícil escenario de cómo regularlos para que no afecten a la vida y el funcionamiento de la democracia. Porque en este caso hay principios y valores éticos de esta forma de gobierno que exigen políticas públicas concretas para alfabetizar en las competencias digitales, defender esos valores y vigilar asuntos tan críticos como la evaluación del impacto ético de la inteligencia artificial en la sociedad y el sistema democrático.

La tecnología no puede convertirse en el gran verdugo de la democracia, y ello se logra a través de la educación, poniendo la tecnología al servicio de la humanidad, y no al revés.

La educación y la cultura ciudadanas, como factores de fortalecimiento democrático, son elementos clave para generar los consensos, promover la deliberación y las convergencias, darles sentido a las conversaciones, crear espacios de encuentro, fomentar las veedurías ciudadanas y enriquecer el valor de lo público. Así, las competencias en materia de educación para la democracia y la acción cívica deberían volver a ser parte del currículo y los programas de la educación básica y superior, tanto pública como privada.

En definitiva, en estos momentos de grandes turbulencias, que desestabilizan la democracia, es hora de volver los ojos a la educación para radicar desde este punto, de nuevo, acciones urgentes para formar a los ciudadanos en las nuevas competencias que se requieren para elevar la calidad del debate público, y restablecer los consensos alrededor de este sistema política, como es el objetivo de la iniciativa Iberoamérica en democracia, bajo el liderazgo de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI).

Referencias

Cortina, A. (2017). Aporofobia, el rechazo al pobre. Paidós.
Dewey, J. (1916). Democracia y educación. Morata.
Latinobarómetro (2024). Informe 2024: La democracia resiliente.