El Alcaná

Rosell

19 junio, 2017 00:00

Lo echaré ya de menos esta misma mañana de lunes, el día que pasaba por la radio a primera hora para grabar su piececita del Quijote. Llevaba un lustro haciéndolo a base de esfuerzo titánico e inquebrantable, hiciera frío o calor. En invierno, su abrigo largo azul hasta los pies y la bufanda noble al cuello; en verano, su panameño maravilloso de medio lado y la camisa rosa por fuera, tal que un veinteañero. “¡Cómo estamos la chavalería!”, solía decir con esa sonrisa pícara tan suya... Rosell, un dandy, un quijote del siglo veintiuno con aires de sancho, un lector sin luz ni vista, cráneo privilegiado de la llanura, se nos ha ido discretamente, en silencio, de igual forma que vivió, sin molestar a nadie, metido de lleno en sus libros lo mismo que a Don Quijote se le pasaban las madrugadas de claro en claro enfrascado en sus historias de caballería.

“Muchas gracias por permitirle que acudiera a la radio hasta el final... Le daba la vida, Javier”, me decía su apenada hija al otro lado del auricular.  Rosell me insistió mucho en hacer esos minutos cervantinos y hasta me sugirió la música que habría de usar, un tema antiquísimo de Julio Iglesias que decía “soy quijote de un tiempo que no tiene edad”. Ese era Rosell, un quijote de Bargas que residía en Esquivias o Quintanar, qué más da, entre El Toboso y Miguel Esteban, el triángulo de las Bermudas cervantino... Casualidades de la vida, se ha ido a morir cuando atacaba en la radio el Persiles, lo mismo que Cervantes, puesto ya el pie en el estribo después de una vida plena de ilusión y letras.

Vino a mí porque sentía la radio de madrugada... “¡Qué gran programa haces!”, me ruborizaba... Un verano le hice repasar entero el pasaje de la Ínsula Barataria. Lo vestía de gobernador igual que Sancho y doblaba la vara de la justicia sobre las ondas de la noche. Era gracioso como él, no leía ni una línea porque ya no veía nada y llegó un día a casa victorioso porque un oyente le hizo un cartel junto al resto de colaboradores. Siempre pensaba en lo siguiente, en lo que habría de venir después, nuevos proyectos, ideas distintas, nacidas todas del universo cervantino del que él era depositario. Recuerdo aún emocionado el artículo que escribió en ABC después de que me eligieran pregonero de El Toboso. Un pregón magistral, relataba, a los pies de la torre donde fueron a dar Don Quijote y Sancho en busca de Dulcinea. Yo creo que fue ahí donde ya nuestros caminos quedaron unidos para siempre.

Justo, cauto, medido, no escatimaba elogios cuando creía que algo lo merecía, así como tampoco ahorraba críticas si determinada cuestión no la veía clara. Nos ha dejado huérfanos de su sonrisa, de la inmarcesible bonhomía con que recorría el mundo. Cada mañana de lunes, cuando llegaba a la radio, lo primero que hacía era dar un beso caballero y galante a cada una de mis compañeras. “Y mi Dulcinea dónde estará/ que tu amor no es fácil de encontrar/ Quise ver tu cara en cada mujer/ tantas veces yo soñé que soñaba tu querer”. Allá donde esté, ya contempla el horizonte todo... Rosell, el más joven octogenario que jamás conocí... Ahora cabalga la llanura por debajo, ha descubierto sus límites y vela las armas en un sueño despierto de almas libres. Requiescat in pace.