Sobre la destrucción, que ha sembrado Sánchez, España se divierte y la economía crece por encima de la media Europea. En este otoño de 2023, primero del cambio climático, que la derecha y negacionistas no admiten, los ciudadanos contemplan desde las mesas de restaurantes, reservadas con varios días de antelación, las ruinas del país. Desde las terrazas y bares, llenos a rebosar, se divisan los restos de una España que ni fue ni es.  Solo los nostálgicos de una España inventada miran con tristeza los capiteles románicos, góticos o mudéjares por los suelos, los mármoles rotos, las columnas quebradas de una historia inexistente.

Las estaciones de trenes rebosan de viajeros en el puente de octubre que anticipa el de diciembre. Haga calor o llueva (preferible, calor) en los aeropuertos no cesa el trasiego de gentes que van o vuelven. Vivimos con la indiferencia de los leones, el exhibicionismo de los tigres. En la España, en venta por parcelas, nadie quiere que los momentos finales del apocalipsis le pille en su sitio y por eso se desplazan de un lugar para otro, aunque sea al valle de Josafat, donde se celebrará el espectáculo inaudito de la resurrección de la carne y el Juicio Final. Seguro que sale un selfi chulo para impactar en las redes sociales.

Entre las ruinas, que proclama la derecha, unida a la ultraderecha, España es un territorio en el que se juntan presidentes de otros países. Se admiran con las maravillas del pasado y degustan los productos culinarios que para eso somos un lugar de contrastes y sorpresas. Nada como la gastronomía de España, decía aquel ministro de Franco que luego fundó el actual PP. Es sorprendente la admiración que los de fuera nos profesan. En la España que se desintegra, por las políticas de Sánchez, los jueces no condenan a los corruptos que un día, por casualidad, pertenecieron al PP, o dilatan o prolongan los procesos judiciales hasta que se olvidan. Cinco años han transcurrido sin que el Consejo del Poder Judicial haya sido renovado, como estipulan las leyes, sin que eso pase factura a los causantes del desaguisado. Dicen, con el desparpajo del prepotente que, o se acepta lo que ellos proponen –un poder judicial corporativo, nada democrático– o las cosas se mantendrán como hasta el momento.  Las instituciones se van degradando por la obstrucción de la derecha coaligada con la ultraderecha. Solo hay que analizar el uso obsceno que están haciendo de la monarquía. A nuestro alrededor yacen los cascotes, las puertas desportilladas, las ventanas desvencijadas de lo que una vez, que nunca se explicita, fue España. En la imaginación febril de la derecha, cuando ellos no gobiernan, todo es caos. Y lo grave de esta tendencia es que, quienes deberían, por profesión, contar la realidad tal como sucede, en lugar de hacerlo callan, miran para otro lado o se suben con fervor militante a la farsa de la gente castiza. Varios periodistas, de supuesto prestigio, han escrito sin rubor sobre el bulo de los niños decapitados y, poco menos, que se lo atribuyen a Sánchez. La caspa ultra lo contamina todo. 

El día a día se va transformando en una tragicomedia en la que apenas se distingue lo real de lo falso. Hemos decidido no mirar con las mismas gafas, sino con la lente fanática que cada cual elige a su conveniencia.  Algo debe fallar en este entramado de la política y sus aliados. ¿Quién predica los valores de la ciudadanía, quién los de la moral, quién los de la solidaridad colectiva? ¿O estamos ya adentrándonos en esa fase en la que la participación en un proyecto de convivencia en común debe resolverse a palos?