Antonio López García, el pintor de Tomelloso, ha vuelto como todos los veranos a La Gran Vía, la calle de Madrid retratada una y otra vez bajo esa luz matinal solo al alcance de un genio como Antoñito, que es como le llaman cariñosamente sus compañeros de andadura en las cosas de la pintura. Antonio López es un clásico del verano madrileño y el año que falte a la cita habrá que sospechar que algo anda mal en su mundo. Este agosto, el sobrino y discípulo de don Antonio López Torres ha cambiado la acera a pie de calle por una ventana frente a la plaza de Callao y su luminoso que la hace inconfundible y la convierte en una imagen que ahora, después del paso de los rodajes de cine y los cuadros de Antoñito, reconoce cualquiera entre los lugares urbanos más representativos del mundo. La Gran Vía no sería la misma sin la mirada de este cazador de luz que siempre vuelve al lugar en que se produce el milagro.

Antonio López, como tantos grandes creadores, vive su oficio con la pasión y la obsesión del que no encuentra sentido a la vida si no la pasa por su ojo o por la escritura de una página. Hay grafómanos que mueren con la pluma en la mano y adictos al ejerció de la pintura que lo hacen frente al caballete. Sin ninguna duda, ese será el final de este pintor obsesionado por captar la luz y la imagen de un amanecer o una puesta de sol en una terraza de Madrid o por atrapar los últimos días de un membrillero en el huerto familiar.

El verano de Antonio López es la estación obsesiva de un creador retando al tiempo ante su obra. Nada hay completo. No hay final en un cuadro de Antonio López. Todo es efímero e imposible de completar. El tiempo y la luz se escapan del harnero del artista y cada verano es necesario volver a realizar el ejercicio de pintura escolar que lleva repitiendo desde los tiempos de las clases de su tío y maestro. Con Antonio López por medio no hay nunca cuadro acabado. Por eso hay que seguir pintando y mirando la luz de la mañana en la Gran Vía o la del ocaso desde una plaza que paradójicamente se llama de Oriente. Es la obsesión por seguir en la tarea de aprehender lo inasible. Lo que se escapa sin remedio a pesar de que pongamos en ello todo el esfuerzo.

La pintura de Antonio López, aparentemente un intento de reflejar la realidad, es sin embargo un ejercicio imposible de metafísica por tras pasar el otro lado del espejo. En ello anda Antoñito, con su guardapolvo y su caballete a cuestas, y en ese intento lo encontraremos el verano que viene.