Ha muerto José Ruiz Baos “Calatraveño”, un torero de esos de los de antes de las Escuelas Taurinas, que es como decir un periodista de los de antes de las Facultades de Ciencias de la Información, con todos mis respetos a instituciones tan respetables. Se aprende a torear como se aprende a escribir o a hablar en la radio o salir en la tele, pero todo el mundo sabe que hay cosas en ambas profesiones que solo se aprenden en el ruedo y la calle de la vida.

Se es torero o no, antes de haber dado el primer capotazo, porque se tiene corazón o no hay nada que hacer. Luego está lo otro, lo que cada uno siente y nadie sabe explicar en ese dejarse llevar como si se viviera en otro cuerpo y que arranca el tronar de las masas cuando llega la faena soñada. Hay toreros que nunca disfrutarán de esos momentos de inspiración y de hondura y esa es su tragedia. Ser capaces de jugarse la vida tarde a tarde aunque sepan que hay dimensiones a las que nunca accederán. Toreros que una y otra vez demostrarán su valor, su pundonor, su honradez, su oficio, su respeto a la afición y a las reglas, pero que se verán relegados en el escalafón.

En eso, como en todas las cualidades que les adornaron en la profesión, José Ruiz “Calatraveño”, el de Bolaños, era un calco del talaverano Raúl Sánchez. Dos legionarios del toreo que compartieron tardes de domingo de verano en Las Ventas para seguir en las mismas al año siguiente. Su única satisfacción era el respeto con que los aficionados cabales les despedían cada tarde y los esfuerzos de muchos de ellos para hacer justicia, algo que en ese mundo paradójicamente nunca está en sus manos.

Calatraveño salió a hombros de la plaza de Las Ventas de Madrid en cuatro ocasiones, una de novillero y tres como matador. Otra tarde, en el San Isidro del setenta y cuatro, salió por la puerta de la enfermería con un cornalón de un toro de Vitorino. Lo mismo dio. Lo suyo, como lo de Raúl Sánchez, era como el título de los relatos sobre la Guerra Civil de Manuel Chaves Nogales, elegido por Vicente Gregorio para enmarcar su biografía, “A sangre y fuego”, no había otra posibilidad, y cualquiera sabe que entre esos  dos sustantivos no cabe colar la esperanza del divino Rubén.

Raúl Sánchez y Calatraveño, ahora que ya no están y muy a su pesar, no tuvieron nunca otra opción: sangre, fuego, sudor y lágrimas. Vidas toreras paralelas. Dos legionarios, ya digo, dos toreros honrados y con dos pares de cojones. A descubrirse tocan.