Extremadura no ha votado cambio, ha votado hartazgo. Lo ocurrido en Extremadura es un castigo a Pedro Sánchez, un correctivo severo, contundente y difícilmente discutible. El crecimiento del Partido Popular y de VOX no es casual ni coyuntural: es la consecuencia directa de años de desgaste, soberbia y decisiones políticas tomadas de espaldas a gran parte del país.
El PSOE se ha hundido como nunca en Extremadura, y no por un accidente puntual, sino por una suma letal de factores; los casos de corrupción que siguen persiguiendo a la marca socialista, la sensación de impunidad con la que se han gestionado y la elección de un candidato manifiestamente incapaz de ilusionar, convencer o liderar. Cuando un partido deja de escuchar a su electorado natural y se limita a obedecer consignas de Madrid, el resultado es este: una derrota histórica.
Pero reducir lo ocurrido a un problema regional sería una lectura interesada y falsa. Extremadura ha votado pensando en España, y ha votado, sobre todo, contra Pedro Sánchez.
Las continuas concesiones a Junts, un partido que no gobierna para España sino contra ella, no se entienden ni se aceptan en Extremadura. Tampoco en Castilla-La Mancha, ni en Andalucía, ni en Aragón. Mientras unos territorios cumplen, otros chantajean; mientras unos esperan inversiones, otros las imponen, y ese desequilibrio cansa mucho.
Sánchez ha construido su supervivencia política sobre una aritmética parlamentaria tóxica, sostenida por minorías que no creen en el proyecto común, y Extremadura lo ha dicho alto y claro; es decir, no quiere formar parte de ese juego. No quiere ser moneda de cambio. No quiere ser espectadora mientras el Gobierno se arrodilla ante quienes desprecian al Estado.
A esto se suma una forma de gobernar basada en el desmán constante, ataques a jueces, a periodistas, a instituciones, a cualquiera que ose discrepar. Una política de trincheras, de propaganda, de resistencia personalista, donde el interés del presidente siempre va por delante del interés del país. El resultado es evidente: el PSOE ha obtenido en Extremadura el peor resultado electoral de su historia, y ese resultado tiene nombre y apellidos; se llama Pedro Sánchez.
Llegados a este punto, cabe hacerse una pregunta incómoda pero necesaria: si Sánchez tuviera conciencia política, y no un mero hedonista del poder, ¿no debería someterse él mismo al veredicto de las urnas? ¿No sería más honesto asumir el desgaste en primera persona en lugar de dejar que el golpe lo encajen las comunidades autónomas una tras otra?
Porque lo de Extremadura no es el final. Es el principio. Lo que ha pasado allí se repetirá en otros territorios. Cada derrota socialista será, en realidad, un nuevo plebiscito contra Sánchez. Uno que él se niega a afrontar directamente, pero que ya está perdiendo por delegación.
Extremadura ha hablado. No ha sido un voto ideológico, sino emocional. Un voto de cansancio, de enfado y de hartazgo y cuando una región históricamente socialista decide dar la espalda al PSOE de esta manera, el mensaje no admite matices; el problema ya no es el partido, es quien lo dirige.
Y ese problema, hoy, se llama Pedro Sánchez.