Moncloa no se cansa de repetir que Pedro Sánchez no se ha quedado fuera de la partida electoral, aunque los tribunales y el Congreso parezcan empeñarse en demostrar lo contrario.
El PP, por el contrario, parece obsesionado en repetir en 18 meses los mismos errores que le han llevado a la oposición en el Congreso, es decir, dar por muerto al oso antes de cazarlo.
La obsesión del Gobierno con varias provincias roza lo patológico; su gran plan consiste en inflar el voto de Vox para restarle escaños al PP, pero sin que le sirva a los de Abascal para ganar ese escaño, es decir, jugar a las cábalas con la ley D'Hondt; lo que toda la vida se ha conocido como “voto basura”.
Es la versión más burda del “divide y vencerás”, pero lo más inquietante no es que funcione, sino la naturalidad con la que todo esto se mueve como si fuera un experimento de laboratorio.
Para Sánchez, los votos no son ciudadanos, son fichas que se reparten con precisión quirúrgica, como si la democracia fuera una simple timba de póquer donde sólo importan los porcentajes.
La estrategia está calculada al milímetro. Moncloa se centra en circunscripciones pequeñas y medianas donde un trasvase mínimo hacia Vox puede cambiar el reparto final.
Cada voto, cada décima, se convierte en una palanca para sostener un gobierno que, de otra manera, podría tambalearse. Entretanto, el país espera soluciones reales: reformas económicas, medidas sociales, planes educativos; pero no; Moncloa prefiere ser una oficina de estrategia electoral con despacho en la Moncloa y no un gobierno con responsabilidad.
Lo más divertido de todo este espectáculo es que el Gobierno no necesita disfrazar sus maniobras, mueve los hilos de la derecha como si fueran marionetas, mientras PP y Vox se pelean entre ellos con la eficacia de dos niños discutiendo por un juguete roto.
La fragmentación que tanto teme Sánchez no es casualidad; es un regalo que los propios partidos de la derecha siguen entregando sin percibirlo. Cada reproche, cada mensaje incendiario, cada provocación innecesaria, es un obsequio en bandeja para el Ejecutivo socialista.
Y mientras la derecha se pierde en su propio ego, la política española se convierte en un ejercicio de impotencia colectiva. Esto sigue alimentando la estrategia de Moncloa; que la derecha se destruya sola y que Sánchez pueda mantener el control, mientras se habla de encuestas y no de políticas.
Cada debate, cada anuncio, cada medida que podría mejorar la vida de los ciudadanos queda sepultada bajo la sombra de un tablero electoral donde la única preocupación real es cómo restarle diputados al adversario.
La ironía más cruel es que la única manera de desalojar a Pedro Sánchez de la Moncloa no pasa por las disputas internas, los reproches en X ni los dardos en los medios. La única estrategia que realmente funciona es que PP y Vox dejen de darse palos entre ellos.
Mientras no lo hagan, cualquier victoria de la derecha seguirá quedándose corta, y Sánchez seguirá sonriendo desde su despacho, seguro de que su mejor aliado no es un partido rival, sino la incapacidad de PP y Vox de mirar más allá de sus propios egos. Piensen por favor, piensen.