Leo en este digital que la Fiesta de la Vendimia acaba de arrancar en Alcazar de San Juan. ¿Qué decir? Pues eso, ¡que viva el vino! Y más de esta región, que puede presumir de ser el mayor viñedo del mundo, aunque ahora ya no esté tan bien visto decirlo, por eso de que tiene que primar más la calidad que la cantidad. Cosas del marketing.
Tengo que reconocer que el vino está entre mis pequeños pecados confesables (o grandes, depende del día). Es más, puedo entender el fluir de mi vida adulta en función del vino. Lo explico antes de que algún lector decida llamar en mi nombre a Alcohólicos Anónimos. Todo ocurrió en un súper, en el momento en el que dejé conscientemente de comprar un vino en brick para el calimocho, para pagar sin pestañear 18 euros por una botella con la que regar una de esas primeras cenas con amigos en casa.
Fue un instante, pero suficiente para entender que había llegado ya a la vida adulta (esa en la que comienzas a pagar facturas). Quizás a la mayoría de ustedes les llegó este ‘flash’ con la primera cuota de la hipoteca, pero entre que yo viví muchos años de alquiler y que, en el fondo, soy una romántica… mi llegada a la edad adulta siempre estará asociada a una botella de Summa Varietalis.
Después llegaron los niños y, por razones obvias, se acabó el vino… y todo lo demás. Dormir, ver una película del tirón, cenar en un restaurante sin parque de bolas… todo aquello comenzó a ser algo que pasó alguna vez, hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana.
Tomarse una copa de vino en estos primeros años de crianza sabía tan bien como ganar la Champions en tu estadio. No exagero si digo que la trama de cualquier película de Misión Imposible era más sencilla que conseguir la cuadratura del círculo de tener a los niños dormidos, no estar muertos de sueño y encontrar en algún rincón de la cocina esa botella de vino que trajo en verano un amigo.
Pero los niños crecen y vuelve esa copa de vino con amigas, en pareja, en esa cena que te preparas solo para ti, cuando ya está toda la casa en calma y te pones a ver esa película a la que le habías echado el ojo hace unos días… En fin, ese vino que, en mi caso, siempre suelo buscar entre las muchas bodegas de nuestra región, cargado de calidad y a buen precio.
Mi relación hoy con el vino es como un buen tempanillo, equilibrada y suave. La madurez me permite disfrutar de él para brindar por un cumpleaños, una buena noticia, un momento superado o, simplemente, por haber conseguido juntarnos un rato para hablar y contarnos la vida.
No sé qué me deparará la vida en los próximos años, ni el vino que la acompañará. Quizá un tinto con cuerpo para plantar cara a los años, o tal vez un blanco suave, que vive y deja vivir… Se verá