Más de lo mismo. Parece que nuestros políticos se retan para ver quién dice el disparate más grande, la chorrada más absurda y la idea más peregrina. Todos los veranos pasa lo mismo. España se quema por los cuatro costados y, hasta esto, es aprovechado para hacer política carroñera.
Los incendios no son sólo llamas, son el reflejo de un país que no ha sabido cuidar sus montes y de una justicia que sale “barata” a todos aquellos que disfrutan viendo llamas y lágrimas que intentan frenar su avance.
Es triste ver cómo los políticos se enzarzan en discusiones estériles; unos culpan al Gobierno central, otros a las autonomías, otros a los alcaldes… y, mientras tanto, lo esencial se pierde: la prevención. Un incendio no empieza el día que se declara, empieza años antes, cuando un monte se abandona, cuando se prohíbe el pastoreo que limpia el sotobosque, cuando no se invierte en brigadas forestales estables y bien pagadas.
A esto se suma el papel de los pirómanos. En demasiadas ocasiones el fuego es provocado y las consecuencias legales son irrisorias en comparación con el daño causado. Un monte tarda décadas en recuperarse, y en algunos casos no lo hace nunca, pero para el incendiario, las penas son cortas, los juicios eternos, y la sensación de impunidad evidente. Quemar un monte en España sigue saliendo, prácticamente, gratis.
Además, se tiende a ver la gestión forestal sólo como un gasto, cuando en realidad debería considerarse una inversión estratégica. Recuperar el uso del ganado para limpiar zonas forestales, promover cortafuegos naturales mediante agricultura y pastoreo, crear empleo rural estable ligado al monte: todas estas medidas cuestan menos que la devastación que se repite cada verano; y, sobre todo, evitan que las llamas tengan el combustible perfecto para arrasar sin control.
También resulta indignante la actitud con la que se pide ayuda. No se trata de esperar a que un territorio reclame medios cuando ya está en llamas; se trata de concederlos de antemano, de tener recursos preparados y coordinados entre comunidades y administraciones, sin burocracia, sin luchas de competencias. El fuego no entiende de fronteras administrativas, y la prevención tampoco debería hacerlo.
La realidad es que, mientras sigamos actuando solo cuando vemos humo en el horizonte, estaremos condenados a repetir esta historia cada verano. España necesita una política forestal seria, que no se queme en debates partidistas, que entienda que la prevención es más barata que la extinción, y que el monte no es un adorno del paisaje: es vida, economía, refugio, identidad.
En definitiva, un país que necesita soluciones y no políticos enzarzados a golpes en redes sociales, políticos socarrones que parecen más interesados en arañar unos cientos de votos que en ponerse a trabajar y, por supuesto una tremenda falta de cordura que se traduce en decisiones improvisadas, promesas vacías y una peligrosa ceguera colectiva ante un problema que no admite más demora. Mientras tanto, el fuego avanza cada verano como recordatorio brutal de que la naturaleza no espera a que los discursos se conviertan en hechos.
Porque cuando el monte arde, no solo perdemos árboles. Perdemos país.