En las próximas líneas no pretendo justificar la respuesta de Israel a Palestina. En una guerra todos creen tener los motivos suficientes para atacar al rival. En el caso de Palestina por el constante hostigamiento de Israel desde hace más de cien años y en sentido contrario por el ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023 durante un concierto, en el que murieron 364 personas. Sí, 364 personas que fueron tiroteadas mientras bailaban en una fiesta a manos de la organización política que lidera la franja de Gaza.

Es posible, incluso legítimo, que al inicio de este nuevo capítulo del eterno conflicto entre Israel y Palestina uno sintiera cierta comprensión hacia la respuesta israelí. Incluso que se considerara a Israel como un muro de contención frente a la expansión del islamismo radical hacia Europa, una barrera necesaria en un mundo donde las amenazas ideológicas y terroristas no son una ficción.

Pero todo tiene un límite. Y ese límite se cruza cuando la legítima defensa se convierte en castigo colectivo, cuando la respuesta se desborda y la desproporción se hace insoportable. La violencia, cuando se extiende sin freno y sin distinción, deja de ser defensa para convertirse en destrucción.

Las imágenes de barrios arrasados, hospitales colapsados, niños sin futuro y familias enteras sepultadas bajo los escombros no son un efecto colateral aceptable; son la prueba de que el castigo ya no busca proteger, sino doblegar. Lo que empezó como una reacción ante un ataque se ha transformado en una maquinaria que erosiona cualquier justificación moral.

Israel tiene derecho a existir y a defenderse, pero no a hacerlo a costa de aniquilar a un pueblo entero; y aquí está la paradoja. Tanta violencia está debilitando el argumento que al principio podía ser defendible. A medida que las bombas caen y la tragedia se multiplica, la razón se diluye en la sangre.

Porque incluso quienes antes apoyaban la posición israelí empiezan a preguntarse si lo que estamos viendo es una defensa necesaria o una venganza sin final. Y si lo segundo se impone, no habrá muro, ejército ni diplomacia que logre mantener la legitimidad que hoy se está perdiendo.

Hoy Gaza es un cementerio sin lápidas, donde los cuerpos quedan bajo el polvo y los nombres se pierden entre los cascotes. El llanto de las madres se mezcla con el silencio de quienes ya no tienen lágrimas. No hay lugar seguro, no hay refugio, no hay mañana que ofrecer a los niños que aún respiran. Las bombas no distinguen entre combatiente y cuna, y el cielo que debería dar luz solo reparte fuego.

Y quizá lo más insoportable no sea la muerte, sino la costumbre. El mundo mira, comenta, condena… y sigue con su vida. Las cifras de muertos se convierten en simples números, como si detrás no hubiera historias, familias, amores y sueños. Pero cada día que pasa, la línea entre justicia y barbarie se borra un poco más, hasta que un día ya no quede nada que defender, porque la violencia, implacable, habrá devorado incluso la razón que decía justificarla.

Israel podría tener motivos para castigar Gaza en defensa de lo que Hamás les hizo aquella noche de horror en el concierto, donde la música se apagó a balazos y los gritos ahogaron cualquier melodía. Nadie puede olvidar esa masacre. Pero el castigo que hoy recae sobre Gaza ha cruzado todos los límites, convirtiéndose en una espiral de destrucción que no repara en culpables ni inocentes. Mientras los escombros se amontonan y la sangre se seca en las calles, demasiados países prefieren mirar hacia otro lado y callar, como si el silencio fuera menos incómodo que la verdad.