En los tiempos que corren, una desea evadirse pensando en cosas bonitas. El verano ha comenzado, el calor se adhiere a la piel, la brisa nocturna nos arropa y soñamos con las ansiadas vacaciones. Y, cómo no, es momento de pensar en el amor. Quien lo tiene, quiere reavivarlo junto al mar; quien no, desea encontrarlo o al menos dejarse llevar por la emoción de un encuentro.

Hay amores de invierno, de esos que se abrigan en abrazos, que se cocinan a fuego lento entre libros, cenas caseras y calderas que agotan el bolsillo. Amores íntimos, recogidos. Pero también existen los otros: los amores de verano. Ligeros, soleados, con olor a sal y bronceador, caminando en chanclas y escondidos detrás de unas gafas de sol. Parecen más efímeros, pero son igual de auténticos. Son amores con la piel al aire y el alma sin abrigo.

El amor no garantiza duración, ni en invierno ni en verano. Pero siempre irrumpe cuando más lo necesitamos. Aparece sin avisar, cuando soltamos la coraza, cuando dejamos que el control descanse un poco y nos abrimos a lo impredecible. En verano, confundimos el deseo con el sol, con el vino frío, con la arena. Pero también sentimos con el cuerpo entero. Como la marea que, sin preguntar, moja la toalla y cambia la forma del día.

Dicen que en verano amamos distinto. Con menos filtros, con menos juicio. No exigimos hojas de ruta, ni pasados explicados. Nos basta una risa compartida, una canción que suena perfecta en el coche, una charla bajo la luna y una mirada que diga: "Estoy bien contigo". Entonces, algo se enciende, un nudo dulce en el estómago, un enjambre de cosquillas recorriendo el cuerpo.

El amor en chanclas no corre. Sabe esperar. Puede durar lo que dura un julio, quedarse hasta diciembre o transformarse en algo más. A veces se despide con un "ha sido precioso, lo mejor en mucho tiempo". Otras, regresa inesperadamente con el otoño. Sea como sea, deja huella. Se guarda como una postal entre libros serios, como algo que no necesita alardes para ser importante.

Y sí, también existe el desamor de verano. El que llega con una piña colada y se instala en el pecho justo cuando suena "nuestra" canción. Pero hasta ese dolor es distinto. Porque el sol sigue saliendo, porque el mar te llama, y mojarse es casi un acto de sanación. En un chapuzón, el agua borra lágrimas y pone a flote lo que parecía hundido. Es cierto que en verano todo se intensifica. El calor, las emociones, las miradas, los silencios. Vivimos sin freno, sin planes a largo plazo. Incluso las despedidas se vuelven tragedias griegas. Pero bendita exageración: porque nos permite sentir sin medida, sin excusas, sin miedo. Nos invita a soltar, a vivir y a recordar.

Y tal vez ese sea el amor más necesario: el amor a una misma. El que libera de culpas y exigencias. El que te permite verte hermosa incluso sabiendo que ese alguien especial no se quedará. El que te enseña que no necesitas eternidad para haber amado bien.

En definitiva, el amor en chanclas no tiene lentejuelas ni terciopelo, pero sí verdad. Una verdad ligera y profunda, que no promete, pero a veces permanece. Porque no busca ser nada más que lo que es.

Quizás, como decía Sabina, se trate de eso: "Llegar a casa y que te miren como si fueras verano". Aunque afuera nieve. Aunque no dure. Aunque, a veces, seas tú quien se va.