En esta primavera reventona me apetece hablar de amor. Y aunque el amor no tiene edad, sí se puede decir que tiene achaques. Ahora el amor para los de veinte es una notificación detrás de otra de WhatsApp, para los de los cuarenta es tratado como un Excel emocional y para los de ochenta, lo sienten como una carta escrita a mano que aún huele a colonia de domingo.
Y, a decir verdad, el amor y el desamor son esas dos criaturas que nos arrullan y nos empujan del nido sin previo aviso, han sido desde y por siempre, las verdaderas constantes del alma, las únicas variables que no entienden de algoritmos.
Y digo que el amor tiene achaques porque ni el paso del tiempo nos ha hecho cambiar, sí, lo hicieron las formas, pero no el fondo. Pero ¿quién tiene la culpa de su involución? Tal vez nadie, o tal vez todos. Porque en el amor, como decía Lope, "quien lo probó, lo sabe", pero no siempre lo entiende. Ni falta que hace. El amor no se estudia, se tropieza. Y el desamor, por su parte, llega sin llamar, se sienta a la mesa y nos roba hasta las ganas de respirar. No hay edad en la que no duela. No hay edad en la que no valga la pena.
Los adolescentes de antes nos adormecíamos en la nostalgia si no sonaba el teléfono fijo, y los de ahora se creen que se acaba el mundo cuando les dejan en visto, pero no saben, ni sabíamos, que eso solo es el tráiler de lo que viene después cuando la pareja se va con otro y la mudanza de recuerdos compartidos rechina en la cabeza. A los cuarenta, una empieza a sospechar que el amor requiere mantenimiento como los coches. Y a los cincuenta y siguientes, se sabe con certeza que no hay amor más fiel que el que perdona hasta el olvido.
Porque el amor sin perdón no es nada. Ese héroe silencioso que no sale en las películas románticas pero que debería tener su propia saga. Ya lo dijo San Juan de la Cruz antes que todos: “Donde no hay amor, poned amor, y encontraréis amor.” Qué fácil parece. Qué difícil es.
El amor con el paso de los años se aprende, y a ciertas edades, el desamor ya no rompe, solo raspa. Pero raspa en lo hondo. Una aprende a llorar por dentro, en el asiento de un taxi o en la sección de pastas del supermercado. Y es entonces cuando el amor propio, ese último refugio, se vuelve la mejor de las compañías. Que nadie lo confunda con ego. Es solo esa voz en off que te dice: “Levántate. Tienes que volver a poner el lavavajillas.”
Es verdad que de jóvenes se perdona por impulso, de adultos por costumbre, y de mayores se perdona por amor verdadero, de ese que ya no quiere tener razón, solo paz. Al final, como decía Antonio Machado, “todo pasa y todo queda”, y en el amor, a veces pasa el tren, pero queda el billete, como prueba de que alguna vez fuimos pasajeros.
Hoy sé que el amor se mide más por lo que callamos que por lo que gritamos. Que la reconciliación tiene más magia que la conquista si es verdadera, y que escribir una carta pidiendo perdón a los setenta es más valiente que publicar un “te extraño” en Instagram a los veinte.
Así que sí, el amor no tiene edad, pero tiene achaques que son los obstáculos que le ponemos. Y gracias a Dios, no viene con manual de instrucciones ni vídeos de YouTube, solo tiene pilares ineludibles que son la combinación de ternura, coraje y la voluntad indómita de volver a empezar. Porque en el fondo, todos, a los 17 o a los 83, seguimos esperando lo mismo: que alguien nos mire con esa complicidad que no se compra, que no se finge, que solo se aprende cuando se ha amado y se ha perdido.
Y si aún no ha llegado, no pasa nada. Como dijo Bécquer: “Podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía.”