Un día sin smartphone, así lo sufrí

Un día sin smartphone, así lo sufrí

El Androide Libre

Un día sin smartphone, así lo sufrí

En este relato descubrirás lo que le ocurre a un adicto al móvil cuando le toca pasar un día sin él. ¿Podría ocurrirte lo mismo?

5 diciembre, 2016 22:52

¿Qué es más desastroso? ¿Dejarse las llaves en casa u olvidarse el móvil? El protagonista de este relato de ficción descubrirá lo que no es tan evidente.

Iván se las prometía felices aquel lunes cuando salió de su casa por la mañana, pero el mundo le cayó encima nada más cerrar la puerta: las llaves se quedaron dentro. Desesperado, comprobó cada uno de los bolsillos por si existieran los milagros, pero no: las llaves jugaban con su suerte como un lotero vendiendo participaciones. Consternado, golpeó la puerta en un intento de soltar frustraciones más que de abrirla; y cayó en la segunda desgracia: las llaves no era lo único que había olvidado.

Dejarse el móvil resultó más angustioso que olvidarse las llaves

Ese pensamiento recorría la mente de Iván en bucle, como si viajara en la montaña rusa de un parque de atracciones con un billete infinito. ¿Por qué le resultaba más preocupante quedarse sin el smartphone que sin las llaves? Pensó con celeridad. A las seis de la mañana no había nadie despierto a quien llamar. De hecho, tampoco podía hacerlo.

-¡Mierda! -Exclamó en medio del pasillo. No sobresaltaría a nadie: aquel edificio estaba vacío a excepción de él mismo y de una pareja de jubilados tan sorda como un pirotécnico tras cuarenta años de profesión. -¿Por qué seré tan idiota?

Iván se recompuso, no ganaba nada auto fustigándose. Repasó mentalmente las tareas pendientes de aquel día y coincidió en que podía prescindir de ambos objetos. Del smartphone no estaba tan seguro, pero debería. Al fin y al cabo, tampoco llevaba tantos años de su vida con uno.

Bajó las escaleras recobrando el buen humor y se dispuso a tomar el metro. Fue a mirar el reloj descubriendo la muñeca desnuda: había prescindido de él porque siempre terminaba mirando el móvil. Primer aviso. «¿Qué más da el reloj?», se dijo. «Voy con suficiente tiempo». Se adentró en la estación del metro, pasó por el torno tras utilizar el último viaje de su billete y se sentó en un asiento libre. Fue a tuitear para no dormirse. Doble error. Al despertarse, se había pasado de parada.

La mañana empeoró, anticipo de una tarde desastrosa

-¿Dónde estaba? -Gritó el jefe de Iván al verle entrar por la puerta de la oficina una hora más tarde de lo debido.
-Es que… -Farfulló-. Me dejé el móvil y las llaves en casa. También me dormí en el metro. Y en la puerta de la oficina me ha mordido un perro destrozándome los pantalones. -Iván levantó la pierna izquierda mostrando un visible desgarro en la tela. Su jefe no daba crédito.
-Pero… ¿Qué tiene que ver el móvil para que llegue una hora tarde? ¿Y el perro?
-Era un Rottweiler.
-¡Como si es un tigre de Bengala, póngase a trabajar!

Tras media hora sentado en la silla de su oficina haciendo ver que trabajaba, Iván logró desembarazarse del mal trago provocado por la desdicha. Abrió una pestaña del navegador, pulsó sobre el acceso directo a WhatsApp Web y se dispuso a mirar sus mensajes. Error. el navegador había perdido la autenticación, por lo que necesitaba repetirla; y para ello hacía falta el móvil. Suspiró profundamente vaciando el máximo de oxígeno de sus pulmones al tiempo que se recostaba en el respaldo de su butaca. El aviso de un correo electrónico se movió ágil por la pantalla del PC.

«Llámame en cuanto puedas», decía el correo. Alicia, la chica que Iván cortejaba desde hacía meses, le miraba desde el avatar que hacía de remitente. «Tengo una cosa muy importante que decirte». No podía llamar, pero supuso que sí tendría acceso a la agenda de Google utilizando el navegador. Imposible, allí no aparecía. De hecho, no salía ninguno de los contactos más recientes, lo que indicaba que la agenda del smartphone no sincronizaba correctamente con su cuenta personal.

Después del trabajo todo fue cuesta abajo

Salió de la oficina con el doble de cansancio del acostumbrado. No sabía qué hacer para entrar a su casa ya que ninguno de sus amigos y familiares disponía de una copia de las llaves. Y sin nadie a quien llamar ni pedirle unas llaves de repuesto, Iván sólo tuvo dos opciones: encontrar un cerrajero de guardia o acercarse hasta la casa de su amiga. Decidió lo segundo. Quizá el lunes terminase mejor de lo esperado.

Se adentró en la estación de metro y fue a pasar por el torno, pero la máquina le devolvió el billete. Lo intentó un par de veces sin éxito, así que no le quedó más remedio que acercarse hasta la máquina expendedora. No tenía suelto, pero sí tarjeta. La máquina no la aceptó.

-Disculpe. -Dijo Iván acercándose hasta un encargado-. No funciona la máquina.
-Es que se ha averiado el tarjetero. Puede pagar al contado.
-Pero… No llevo suelto.
-También puede pagar con el móvil.

Riéndose de su mala suerte, y con el encargado de la estación molesto por una burla que no iba con él, Iván subió las escaleras en busca de un cajero. No tuvo que ir muy lejos, la esquina de enfrente le reservaba uno. Por más que no fuese de su entidad, tampoco le cobraría demasiadas comisiones.

-¿¡CINCO EUROS!?

De perdidos al río, se dijo. Aceptó las comisiones sintiendo que se le clavaba un cuchillo en el corazón, a la altura de donde solía guardar la cartera. Extrajo del cajero los veinte euros, descartó que había perdido cinco más y regresó a la estación de metro. Aunque con otros planes: mejor regresar a casa y obviar lo evidente, que resultaba imposible luchar contra Murphy.

Una vez delante de la puerta de su casa, y tras comprobar inútilmente que las circunstancias no habían cambiado por arte de magia, Iván no supo qué hacer. Se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la puerta. Permaneció en esa postura hasta que sintió cómo se resentían sus lumbares.

-Qué hago…

Entonces se le ocurrió lo más factible: llamar al cerrajero desde el teléfono de sus vecinos. Los únicos del edificio.

-Vecinos. -Iván llamó a su timbre repetidas veces-. ¡Vecinos! -Golpeó la puerta de manera insistente-. ¡¡VECINOOOOS!!

Escuchó pasos del otro lado de la puerta. El sonido del cerrojo anunció que su suerte parecía cambiar

-¿Sí? -La vecina jubilada observaba a Iván a través de una pequeña rendija-. ¿Quién es usted?
-El vecino.
-¿Justino?
-No, señora, el vecino. Soy el único residente de la escalera.
-Oiga, so fresco. Ramera lo será su madre.
-Ramera no, ¡escalera!
-¡Váyase a insultar a su casa, degenerado!

Y cerró con un portazo; cerrando también la puerta a cualquier esperanza que pudiese albergar Iván. Desecho y cansado, descendió hasta su rellano, se tumbó sobre el frío suelo de granito y se acurrucó como si fuera un bebé. Estaba a punto de arrancar a llorar cuando se abrió la puerta del ascensor. Ni siquiera se molestó en incorporarse.

-¿Iván?

La voz sonaba tan preocupada como cálida. Igual que una navegante después de soportar una tormenta en alta mar, Iván se arrastró entre sollozos hasta el remanso que ofrecía su amiga. Alicia, sin entender por qué su amigo lloraba, le abrazó tratando de consolarle.

-¿Qué te pasa? -Preguntó la chica. No hubo respuesta-. Iván, no me asustes, que bastante tengo con que no me hayas contestado las llamadas.
-Es que…
-¿Tanto te cuesta devolverlas? Si no sueltas el móvil ni para ir el baño.

Iván cayó al instante en el juego preparado por el Karma. Y le dio la razón en silencio, mientras se refugiaba en el cuerpo ajeno encontrando allí un hogar que sí le abría la puerta.