El talento se encuentran en los rincones más pequeños. La genialidad puede estar en la persona que nadie espera, en la que nadie se ha fijado. En un mundo en el que los artistas se crean desde pequeños, formándose durante horas y yendo a escuelas de música, cine o danza, hay excepciones. Personas que dentro tienen tanto que contar que sale sólo. Cuánta gente que toca en el metro o en la calle no tiene más talento que el último fenómeno vendediscos del momento, o que el nuevo ídolo adolescente.

La historia de Benjamin Clementine es un halo de esperanza para todos esos músicos que creen que con el talento es suficiente para destacar y tener una oportunidad. Por desgracia no es así, y el caso de este músico inglés es una excepción. Clementine nació en el seno de una familia de clase humilde en Londres, y aprendió de forma autodidacta a tocar el piano, pero su padre se lo prohibió pronto para que no se desviara de la meta que él ya le había impuesto: ser abogado.

Las medidas estrictas de su padre no fueron suficientes. Dejó la escuela a los 16 años, donde había sufrido bullying por afeminado, y abandonó pronto su hogar tras las malas relaciones familiares. Primero estuvo por Camden -uno de los barrio hipster de Londres donde se mueve la escena musical-, y a los 18 años se fue a París sin saber qué sería de su vida. Encontró una guitarra medio rota y de forma casi espontánea regresó a la música. Tocaba en las calles, en el metro… donde le dejaban. Por las noches dormía en los portales o en un hostal de mala muerte con lo que sacaba con su música. Y como en un cuento de final feliz, un pasajero se fijó en él y le dejó su bar para tocar.

Benjamim Clementine tocando en el metro de París.

Fue el principio de un ascenso fulgurante. El talento de Benjamin Clementine explotó de golpe y se convirtió en una referencia en la escena musical parisina del momento. Tanto, que encontró un manager que le puso un contrato sobre la mesa. Había nacido un genio, realmente siempre había estado allí, sólo hacía falta que alguien le diera esa oportunidad. Su estilo musical era inclasificable, y su forma de cantar también. Sus composiciones eran poesías abstractas y su gran voz jugaba con lo operístico, los gritos y las poses de una diva.

Su primer disco, que llegó en 2015 con el nombre de At least for now, confirmó lo que todos habían visto en el metro de París. Paul McCartney dijo que era un genio, y ganó el premio Mercury (el galardón musical más prestigioso de Reino Unido) con su álbum de debut. En 2017 llegó su segundo trabajo, que ahondaba en lo ya apuntado antes, pero en el que corría más riesgo tanto en la composición como en la estructura de sus canciones. Clementine no hacía todo para gustar, sino que hacía lo que realmente le salía como creador, en este caso un disco indefinible que acrecentaban su etiqueta de genio.

Dos años después de publicarlo el cantautor sigue de gira, pero en esta ocasión ha encontrado la mejor forma de hacer lucir sus composiciones, especialmente las del segundo disco: un quinteto de cuerda de genios franceses que dan a sus maravillosas composiciones una epicidad que a veces faltaba.

Benjamin Clementine en concierto. CC

Benjamin Clementine ha pasado por Madrid con esta nueva propuesta y ha tocado en el Teatro Nuevo Apolo que le ha acogido como si fuera un dios. A pesar de su timidez Clementine ha entrado y se mostró en su actuación mucho más cercano que de costumbre, incluso haciendo corear al teatro la preciosa Condolence y confesando con su voz grave que le encantan las tapas. Como siempre salió con los pies descalzos, un de sus señas de identidad en los conciertos, y realizó sus movimientos esposmádicos, pero en cuanto abrió la boca todo el mundo se emocionó hasta la médula.

Durante poco más de una hora (sus conciertos van al hueso, a lo concreto), Clementine se dejó la piel, y erizó el vello de todos los presentes, que ovacionaron literalmente cada canción. Estuvieron sus mejores canciones, London, Condolence, Adios y un bis en el que estuvo su Phantom of Aleppoville, ambiciosísima composición que acompañada del quinteto de cuerda sonó apoteósica. Su poesía de la calle sonó distinta, pero tan conmovedora como siempre. El genio que tocaba en el metro de París ahora lo hace con los mejores músicos del mundo, pero la esencia sigue siendo la misma.

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