Lorena G. Maldonado Ana Delgado

Los niños de hoy conocen a Evangelina a golpe de karaoke. No hay sábado en el Tony 2 en el que no resucite Cecilia al lado del piano hablando del amor que el macho alfa no sabe demostrar. Un ramito de violetas (1975) es el himno del hombre triste que escribe versos en secreto a su esposa haciéndose pasar por un admirador: total, ella es feliz, así, “de cualquier modo”. Era complicado entonces quitarse el disfraz de salvador de la familia, de héroe tosco y pragmático que trae el dinero a casa y no se para en minucias sentimentales, y cogerla de la mano para declararse bajito.

Cuarenta años de dictadura, Franco agonizando en la cama y un país que reconstruir: malos tiempos para detenerse en esa mamarrachada del amor. Ahí estaba la cantautora sociológica, sensible y audaz cuando se la necesitó para ponerle palabras y melodía al drama doméstico de la Transición. Luego hay quien reinterpreta los cánticos viejos como quiere, ya que el ramito de violetas fue usado en la campaña de la consulta catalana de 2014.

Ahí estaba la cantautora sociológica, sensible y audaz cuando se la necesitó para ponerle palabras y melodía al drama doméstico de la Transición

Dice su hermana, Teresa Sobredo, que hay que disculparle el laísmo de la canción -quién la mandaba flores por primavera-: “Ella siempre se permitió licencias poéticas; la rima interna era capital, y siempre soltaba por ahí influencias de la rima andalusí, porque nosotros, cuando vivimos en Jordania, nos empapamos mucho de la poesía árabe”. La llama Eva. Era su “madrina”: “Yo soy la hermana pequeña y ella era muy madre conmigo. Desde mandarme a ordenar mis jerséis a devolverme corregidas las cartas que le enviaba cuando estudiaba fuera”.

Inteligencia cultural heredada

Nació en el Madrid de 1948 y, gracias a la influencia de su padre diplomático, tuvo una infancia itinerante: Reino Unido, Estados Unidos, Argel, Jordania. De niña, ya apuntaba maneras: “Mi madre siempre contaba que una vez, en el colegio de monjas, se quejó a las hermanas de que siempre le contasen el mismo cuento”, ríe. “Les pidió que lo cambiaran de una vez”. Cecilia era ávida, rebelde y dulce, observadora. Mamó inteligencia cultural en casa: su abuelo tocaba a Wagner al piano y recopilaba cantos gregorianos, su madre era mezzo-soprano y tocaba la guitarra; su padre prefería el violín.

“Era un ambiente privilegiado y liberal. Nuestros padres nos exigían mucho, intentaron que leyésemos mucho y que fuéramos críticos, conscientes. Nos transmitieron siempre que lo que nosotros teníamos de más, los demás no lo tenían, y nos forjaron un espíritu solidario”. La madre de Cecilia y Teresa era una persona “muy caritativa”: “Hasta hace muy poco, iba con ella a misa, que siempre llevaba dinero suelto, y si me preguntaba si tenía algo para los pobres de la iglesia y no tenía nada, se enfadaba”, sonríe. 

Era un ambiente privilegiado y liberal. Nuestros padres nos exigían mucho, intentaron que leyésemos mucho y que fuéramos críticos, conscientes

Cuenta Teresa que ellos fueron criados en la “ecuanimidad” y en la “internacionalidad”, bajo las influencias musicales de Dylan, Joan Báez, Simon and Garfunkel (por su canción Cecilia, se bautizó con ese nombre artístico), los Beatles, los Rolling y algo de jazz. La cantante -siempre oscilando entre lo aniñado y lo indómito- empezó a estudiar Derecho, pero, a su regreso a España, entendió que la música era su ecosistema y su familia siempre la apoyó. Amaba la copla y el hippismo; mujer de contrastes, regeneracionista y valiente. Si hay alguna duda de que su filón fue la canción protesta, es seguro que sus temas estaban impregnados de un feminismo fresco, de un modo nuevo de entender la sexualidad y el papel de la mujer en el mundo. Lo demuestra en la irónica Me quedaré soltera, por aquello -tan español cerrado- de que la joven que no se casaba tenía que dedicarse a vestir santos.

“Y si muero de vieja sin tener pareja, dime quién llorará a una solterona”, cantaba desde el doble fondo. “Me quedaré soltera aunque yo no quiera, ¿con quién me casaré si mi cuerpo está viejo? No miente el espejo cuando me miro en él”. La inspiración para estas letras, según Teresa, le llegó a su hermana escuchando la conversación de sus padres con unos amigos, que decían que “una mujer soltera era como un verso suelto”, es decir, nada por sí mismo. 

“Dicen que es mejor ser monja que estar así, como yo lo estoy, con mi perro viejo, mi loro que llora, mi gato tuerto”. Cantaba Cecilia a esa soledad oscura de la mujer sin novio de entonces, a esa minusvalía emocional que España le decía que padecía. Esa ropa puesta para nadie, esa cama, esa cocina, ese banco deshabitado, ese perfume de viuda anticipada, ese gesto lacónico de desecho patriarcal.

La adúltera católica de clase alta

En Dama, dama, la cantautora hacía un retrato de la mujer adúltera de clase alta, de la doble vida de una señorita bien que, de cara al público, era esposa, madre y devota, pero que soñaba con escribir poemas y escapar de lo predecible con algún canallita intelectual. Tanto teatro, tanto hipódromo, tanto té y tanta sonrisa la estaban enterrando por dentro. No es una crítica, aunque a simple vista pueda parecerlo: late la comprensión de fondo.

Con “esposa de su señor… mujer por un vividor”, Cecilia da una bofetada sin mano a todos aquellos que creían que una hembra se dignifica como mujer gracias a la monogamia

Era obvio que esta obra era carne de cañón para la censura: en el primer verso, “Puntual cumplidora del tercer mandamiento, algún desliz en el sexto” le plantaron un “algún desliz inconexo”. Cómo iba a ser que una señora cometiese actos impuros y los domingos comulgase, por Dios. “Ardiente admiradora de un novelista decadente, ser pensante y escribiente”, amén de “conversadora brillante en cóctel de siete a nueve”. Cecilia acostumbraba a dar en la diana sin que el socavón fuera evidente. Ahí cuando la llama “esposa de su señor… mujer por un vividor”, dando una bofetada sin mano a todos aquellos que creían que una hembra se dignifica como mujer gracias a la monogamia, al parto y al calor de la estufa. En cualquier caso, con su mente aperturista a cuestas, confiesa Teresa que a Cecilia “le encantaban los niños” y cree que le hubiese gustado formar una familia.

Los muertos de España

También su Un millón de muertos la convirtió la censura franquista en Un millón de sueños. Por ella tuvo que rendir cuentas ante el Tribunal de Orden Público el 28 de noviembre de 1973. La canción -que ha sido repetida hasta la saciedad con mensaje dedicado a las víctimas de la guerra civil española- fue considerada “no apta” para emitirse en la radio. Cecilia siempre mantuvo que la letra iba dedicada a los caídos en la Guerra de los seis días, de la que había sido testigo directo cuando vivía en Jordania. Teresa sonríe: “Ella se tomaba a risa todo eso… decía que un millón de sueños es lo mismo que un millón de muertos, porque los asesinos acababan con todo, hasta con los deseos”. Le gustaba jugar para dejar que se intuyera el sentido. “Ella no se obsesionaba: ‘le doy un giro y pasa la censura’, contaba, ‘se trata de que la gente piense’”.

“Cuánta tumba, ya no hay tierra para cavar en ella, para dejar sin nombre a tanto hombre”, cantó. “¿Cuántos hombres cuestan las victorias? Cuánta sangre se ha perdido, cuánto honor herido… cuántas lágrimas lloradas para lavar las llagas”.

Ella se tomaba a risa la censura… decía que un millón de sueños es lo mismo que un millón de muertos, porque los asesinos acababan con todo, hasta con los deseos

No obstante, su más deslumbrante crítica soterrada al sistema franquista fue Mi querida España. “Esta España mía, esta España nuestra”, era, en realidad, “Esta España viva, esta España muerta”. Su España de alas quietas, de vendas negras sobre carne abierta. “Quién pasó tu hambre, quién bebió tu sangre cuando estabas seca”, clamaba.

Explica Teresa que, aunque Cecilia fue una mujer afortunada y no sufrió las penurias de la dictadura, esa canción la escribió “por sus amigos poetas, artistas y cantantes, que tan mal lo pasaron”: “A ella le parecía una injusticia social, especialmente porque había crecido en el extranjero, en un ambiente democrático, y sólo siendo adolescente se enganchó a las raíces españolas”. Nunca las soltó. El país que empezaba a asomar la cabeza cuando se enterró la del caudillo se agarró, en recíproca hermandad, a su verso honesto, a su himno hermoso y eterno. Pero ella no pudo quedarse para verlo crecer. Se fue muy pronto, Cecilia. Se quedó dormida aquella madrugada de 1976 en la carretera. 

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