A finales de 1966, el periodista de The New York Times Harrison Salisbury viajó hasta Hanói para entrevistar a Pham Van Dong, el primer ministro de Vietnam del Norte. En un momento de la conversación, ambos protagonistas parecieron intercambiar sus funciones. "Y ustedes los estadounidenses, ¿cuánto tiempo quieren luchar, señor Salisbury?", interpeló Dong al reportero. "¿Un año? ¿Dos años? ¿Tres años? ¿Cinco años? ¿Diez años? ¿Veinte años? Les complaceremos con gusto".

No era un farol. Casi una década después de ese encuentro, en 1973, Estados Unidos ordenaba la retirada de sus soldados destinados en el dividido país asiático. Acababan de perder una guerra condenada al fracaso desde el primer momento —58.000 estadounidenses y más de dos millones de vietnamitas murieron—; y no lo habían hecho por inferioridad de recursos, sino por la mayor voluntad y el totalitarismo que empujaban el estado comunista de Vietnam del Norte: sus líderes, como Ho Chi Min y Le Duan, estaban dispuestos a prolongar el conflicto sin importar cuánto aumentase la montaña de víctimas.

Esa es una de las hipótesis que se desprenden de La Guerra de Vietnam. Una tragedia épica 1945-1975 (Crítica), un ambicioso ensayo del historiador y periodista británico Max Hastings que combina los factores políticos del enfrentamiento con testimonios de los participantes de ambos bandos, desde los infantes de Marina estadounidenses hasta los guerrilleros del Vietcong, pasando por las prostitutas de Saigón.

"Para Ho Chi Min y los vietnamitas del norte, la guerra lo era todo; puede que estuviesen chalados, pero sabían por qué combatían", cuenta Hastings a este periódico en conversación telefónica. "En el otro lado, para los estadounidenses, desde un punto de vista racional, la guerra en Indochina era totalmente marginal para los intereses del país. Así que nos encontramos con un bando que está dispuesto a todo, y otro a no esforzarse demasiado".

Una vez empantanados en la guerra, los sucesivos gobiernos de EEUU tuvieron que rendir cuentas ante la opinión pública: si todos los tropezones militares, las víctimas, las masacres y las manifestaciones antibelicistas copaban cada día los titulares de la prensa escrita y encabezaban los telediarios, el régimen norvietnamita imponía el silencio y daba cuerda a su aparato represor sin tener que dar explicaciones. Vietnam, una tragedia asiática superpuesta con una pesadilla estadounidense, devoró a un presidente (Lyndon Johnson) y contribuyó a la caída de otro (Richard Nixon).

Masacres y atrocidades

Hastings, autor de una numerosa biografía plagada de galardones, vivió la Guerra de Vietnam en sus propias carnes. Aterrizó en Saigon como corresponsal en 1971, con 24 años, pero su relato no son unas memorias de lo que vio, sino una crónica crítica sobre las principales decisiones que propiciaron la tragedia y un relato humano de las penurias y atrocidades sufridas por los civiles.

Porque como bien señala el periodista, este conflicto fue "el más sangriento" de la era posterior a la II Guerra Mundial. Y a esa triste etiqueta contribuyen la sucesión de masacres de sobra conocidas, como la de My Lai, o los ininterrumpidos ataques de napalm. Sin embargo, Hastings hace énfasis en las atrocidades cometidas por los combatientes comunistas, mucho menos aireadas. Los norvietnamitas y el Vietcong, en su límite máximo de sadismo, llegaron a enterrar vivos a los civiles que calificaban de "enemigos del pueblo", es decir, los propietarios de tierras. Las balas las reservaban para el enemigo imperialista, según el testimonio de un superviviente.

Un asesor estadounidense, George Bonville, recuerda un suceso acaecido en 1966 en Vietnam del Sur para reflejar el terror del Vietcong: una mecanógrafa del cuartel de nombre Anh había sido asaltada durante la noche en la casa de sus padres. Le pegaron un culatazo en la cabeza con un fusil y mataron a su hermano a puñaladas por haberse negado a colaborar en un ataque contra los estadounidenses.

Soldados vietnamitas muertos tras un enfrentamiento con una unidad estadounidense.

Más ejemplos: al término de la batalla de Hue, en 1968, la acción más sangrienta de la Guerra de Vietnam, se descubrieron varias fosas comunes. Durante el gobierno comunista del Frente de Liberación Nacional, sus cuadros habían asesinado sistemáticamente a todos aquellos intelectuales, burgueses, partidarios del ejecutivo apoyado por EEUU u otros "enemigos del pueblo", además de a sus familiares. Esta es la justificación que dio un comunista: "La gente odiaba tanto a esos déspotas que los trataban como habrían hecho con serpientes venenosas, a las que habría que eliminar para evitar que mordieran de nuevo".

Otro asesor estadounidense, Mike Suton, al bajar de un helicóptero Huey en un poblado cerca de Saigón, se encontró con una figura inerte colgada de unas cuerdas amarrada a un árbol: era el jefe del pueblo, al que habían destripado durante la madrugada. A la esposa también la habían asesinado y al hijo lo había castrado. "Pensé: '¡Qué bárbaros!'. Pero luego vi que los estadounidenses también hacían cosas terribles", relata.

La conclusión es simple: la opinión pública solo puede denunciar aquello que ve —al monje survietnamita que se prende fuego en la calle, al policía de Saigón que le pega un tiro en la cabeza a un prisionero del Vietcong o a la niña desnuda que busca un lugar donde guarecerse tras un ataque de napalm—; y ninguna de las atrocidades registradas en el territorio dominado por el gobierno norteño fueron fotografiadas.

Nixon (c) y Kissinger (i), durante una reunión en Camp David. National Archives

Aparte de esto y de apoyar a un régimen "corrupto e incompetente", ¿cuáles fueron entonces los grandes equívocos cometidos por la gran potencia norteamericana? "El error inapelable de los comandantes y estadistas de Estados Unidos no fue que mintieran al mundo, sino que se mintieron a sí mismos", escribe Hastings; y añade a este periódico: "El gran error de Estados Unidos fue que se creyó que lo que pasaba en Indochina desde 1945 era parte de un avance comunista y que tenían que combatirlo en la década de 1960. Aunque China ayudó a Vietnam del Norte, estos nunca estuvieron gobernados por Pekín, ni tampoco por Moscú".

Y en este sentido, es especialmente con el presidente Nixon y co Henry Kissinger, el secretario de Estado: "Ambos creían que los rusos podrían detener la guerra en el momento que quisiesen, solo levantando el teléfono y llamando a Hanói. No fue así: Moscú estaba harto de una guerra que le costaba un montón de dinero que no quería gastar", añade. "Las transcripciones de las conversaciones de ambos muestran que ellos sabían desde que llegaron a la Casa Blanca que no había manera de ganar la guerra, pero siguieron luchando, simplemente intentando ocultárselo al pueblo americano por razones electorales, para no perder".

Vietnam fue una tragedia, épica si se le quiere poner un calificativo —aunque tal vez no el más idóneo—, pero también el reflejo de lo que son los conflictos bélicos: "Cuantos más libros escribo sobre esto, más me doy cuenta de que muy pocas guerras son una cuestión de tipos buenos o tipos malos, los problemas son más complejos", resume Hastings. "Una de las enseñanzas de Vietnam es que no hay buenas victorias a menos que puedas conseguir algunas conexiones políticas, culturales y sociales con la sociedad con la que se está en guerra".